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El éxito de los Pactos de la Moncloa

Tras la fase de rápido crecimiento que siguió al Plan de Estabilización de 1959, el país se enfrentó a la crisis energética de los años setenta. La solución llegó gracias al control de la inflación, las devaluaciones de la peseta y la expansión del gasto público

Fotografía tomada durante la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, en la que aparecen los representantes de los grupos parlamentarios. De izquierda a derecha, Enrique Tierno Galván (PSP), Santiago Carrillo (PCE), José María Triginer (Federación catalana PSOE), Joan Raventos (PSC), Felipe González (PSOE), Juan Ajuriaguerra (PNV), Adolfo Suárez (UCD), Manuel Fraga Iribarne (AP), Leopoldo Calvo Sotelo (UCD) y Miquel Roca (Minoría Catalana).
Fotografía tomada durante la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, en la que aparecen los representantes de los grupos parlamentarios. De izquierda a derecha, Enrique Tierno Galván (PSP), Santiago Carrillo (PCE), José María Triginer (Federación catalana PSOE), Joan Raventos (PSC), Felipe González (PSOE), Juan Ajuriaguerra (PNV), Adolfo Suárez (UCD), Manuel Fraga Iribarne (AP), Leopoldo Calvo Sotelo (UCD) y Miquel Roca (Minoría Catalana).EFE (EFE)
CAPÍTULO V. [ Ver serie completa ]

La economía española sufrió con especial intensidad la crisis energética de los años setenta, que se desarrolló en el complejo e inestable marco de la transición política hacia la democracia y afectó de forma particular a la industria. Sin embargo, la radical transformación institucional que experimentó España en la segunda mitad de esa década dotó de creciente capacidad a los gobiernos para la gestión de la crisis y puso los cimientos para la adhesión de nuestro país a la Unión Europea, una sólida garantía de progreso. A continuación, analizamos brevemente ese proceso.

La larga expansión de las economías desarrolladas después de finalizada la II Guerra Mundial mostró signos de debilitamiento al finalizar la década de los sesenta, llevando a las autoridades económicas de los países más desarrollados, con EE UU a la cabeza, a facilitar estímulos monetarios que revitalizaron la actividad económica durante 1972 y 1973, pero con el coste de generar crecientes tensiones inflacionistas, toda vez que los sindicatos defendieron con gran contundencia el poder adquisitivo de sus salarios. España destacó en los primeros años setenta por el elevado aumento del PIB (6,6% de media anual entre 1971 y 1974) y de los precios (10,9% como media en los cuatro años mencionados).

En este marco de inflación, que aconsejaba medidas dirigidas a desacelerar la demanda nacional, a finales de 1973, los precios del crudo petrolífero se multiplicaron por cuatro, como consecuencia del embargo decretado en octubre por la OPEC a EE UU y otros países desarrollados, en represalia por su apoyo a Israel en la guerra árabe-israelí del Yom Kipur.

España encontró mayores dificultades para ajustarse a la nueva situación que los países entonces integrados en la Europa comunitaria no sólo por su mayor dependencia del petróleo, que se reflejaría en un mayor ascenso de su índice general de precios, sino también porque este incremento fue seguido por elevaciones de los salarios nominales de superior magnitud, en el contexto especial de la transición política, en el que las centrales sindicales, aún en la clandestinidad, hicieron valer su fortaleza reivindicativa para forzar su legalización. Se creó así una espiral salarios-precios que situó la tasa de inflación en el 24,4% en 1977, frenando el consumo de las familias, la producción y la inversión productiva, y aumentando el desempleo.

El alza de los precios también afectó a la marcha de las exportaciones españolas, conduciendo a un gran déficit exterior que obligó a la autoridad económica, presidida entonces por Enrique Fuentes Quintana, a decretar en 1977 una de las mayores devaluaciones de la peseta, de un 24,9%, que pronto se mostraría insuficiente para defender la competitividad exterior de los productos españoles.

En definitiva, ante unas centrales sindicales fuertemente reivindicativas y en un marco institucional inestable, no cabía una respuesta adecuada a una crisis que exigía que todos los ciudadanos asumieran su parte en la pérdida de renta real que el país sufría a favor de los países exportadores de petróleo. En 1979 se produjo una segunda elevación del precio del petróleo frente a la que, afortunadamente, se reaccionaría de manera muy distinta.

Mirada al exterior

Durante la década de 1960, la industria española había crecido a un ritmo formidable, superior al de sus competidoras europeas, y aún lo hizo más en el periodo 1971-1974, en el que el valor añadido de las manufacturas aumentó a una tasa anual promedio del 11,2%.

Sin embargo, las empresas industriales españolas dependían en un grado muy elevado del mercado interior, de forma que sufrieron en sus ventas y beneficios la intensa desaceleración que registró la demanda interna. Por otra parte, el alza de sus costes energéticos y laborales mermó su competitividad exterior, sólo temporalmente aliviada por la devaluación de la peseta en 1977. Aun así, hicieron un extraordinario esfuerzo por buscar mercados en otros países, y sus exportaciones crecieron a ritmos importantes, ayudadas por desgravaciones fiscales.

Las empresas más afectadas fueron aquellas con producciones menos sofisticadas tecnológicamente y más intensivas en mano de obra, que, por otra parte, se enfrentaron a mayores alzas en los salarios (carbón, siderurgia, productos metálicos, buques, textiles y confección, electrodomésticos y fertilizantes). Estas actividades sufrían ya desde el comienzo de la década de 1970 una creciente competencia por parte de países de nueva industrialización (Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong, Brasil y México, principalmente) y no dejarían de perder peso en la producción industrial durante toda la crisis.

La transición a la democracia transformó de forma profunda las instituciones españolas, siguiendo patrones semejantes a los vigentes en los países integrados en la Comunidad Económica Europea. Los cambios más trascendentales se produjeron entre 1977 y 1980. En efecto, en 1977 fueron legalizadas las centrales sindicales y se celebraron las primeras elecciones democráticas. En 1978 se aprobó la actual Constitución española, que configuraba un nuevo marco legal e institucional, semejante al de otros países democráticos, y despejaba incertidumbres con respecto a la naturaleza del sistema económico que prevalecería en España. Por último, en 1980 se sancionó el Estatuto de los Trabajadores, en el que se recogía la posibilidad de despido improcedente, que no había contemplado el paternalismo franquista.

Estas transformaciones habrían de permitir la puesta en marcha de nuevas políticas económicas, dirigidas a cortar la espiral salarios-precios, mejorar la instrumentación de la política macroeconómica y poner en marcha una reconversión industrial.

En este sentido, tuvieron una especial relevancia y resonancia los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de noviembre de 1977 entre el Gobierno presidido por Adolfo Suárez y los partidos políticos de la oposición parlamentaria, con tibio apoyo de las asociaciones empresariales y de la central sindical CC OO. Serían sobre todo determinantes para detener la escalada de precios, al lograr que los trabajadores ajustaran sus demandas salariales a las previsiones de inflación realizadas por el Gobierno para el año que se iniciaba, confiando en ellas, y no al aumento de los precios en el año ya transcurrido, práctica que sólo conseguía que la tasa de inflación de un año se trasladara al siguiente, haciéndose permanente, cuando no creciente.

En el ámbito de las políticas macroeconómicas también se produjeron cambios trascendentales. Desde 1973 se fueron definiendo mejor los objetivos e instrumentos de la política monetaria española, logrando un mejor control por parte del Banco de España de la evolución de los agregados monetarios. Además, con el fin de facilitar el crédito, en 1974 se inició un proceso de liberalización del sistema financiero; después, ya en 1977, se acometió una gran reforma fiscal que modernizaría de forma radical el sistema tributario español, haciendo por fin viable un Estado de bienestar y aumentando la capacidad de intervención de las administraciones públicas, algo fundamental en un momento de crisis como el que entonces se vivía.

El tercer Gobierno de Suárez trasladó por completo la nueva elevación del precio del petróleo a los precios de los productos derivados (lo que no se había hecho en 1973), consiguiendo con ello un fuerte descenso del consumo de carburantes. Aun así, el déficit exterior creció. Además, la concertación social sólo permitió un descenso gradual de la tasa de inflación, que aún en 1980 seguía siendo del 15%, castigando la competitividad de las exportaciones españolas.

Los años 1979-1981 fueron especialmente críticos, con escasos avances del consumo privado y la inversión productiva. Sólo el gasto público y las exportaciones sostuvieron la producción, que, aun así, se redujo en 1981 por primera vez en todo el periodo de crisis, aunque sólo una décima porcentual. Detrás de esta evolución se encontraba una importante disminución del empleo, bastante superior a la que ya se había producido anteriormente, que reflejaba un acelerado ajuste del tejido productivo a los nuevos costes de producción, mediante la eliminación de los puestos de trabajo y los establecimientos con una menor productividad laboral.

Ante la complicada situación descrita, una de las primeras medidas que tomaría el Gobierno socialista elegido en octubre de 1982, presidido por Felipe González, sería la devaluación de la peseta, que redujo su valor en un 8% en diciembre. A partir de ese mismo año, la economía volvió a crecer, aunque a ritmos suaves, siguiendo a cierta distancia la recuperación europea. No obstante, los importantes desequilibrios creados tendieron a corregirse. El déficit exterior desapareció ya en 1984 y la rentabilidad de las empresas mejoró sensiblemente, con aumentos sostenidos de sus excedentes en los años siguientes. De esta manera se establecieron las condiciones para la recuperación de la inversión productiva, que recibiría un gran estímulo adicional de la adhesión de España a la CEE en 1985.

Por otra parte, en 1984, el Gobierno había aprobado una reforma laboral para hacer frente a la elevada tasa de paro (que alcanzaba ya el 16,7%) e impulsar la creación de empleo. Ante la dificultad de acordar con las centrales sindicales una flexibilización del mercado de trabajo que hiciera más sensible la evolución de los salarios a la tasa de desempleo y aumentara su sincronización con el avance de la productividad del trabajo, la reforma aludida se centró en facilitar el empleo temporal en todas las actividades productivas. De esta forma, la flexibilización buscada se lograría facilitando la entrada y salida del mercado, pero creando un amplio segmento de trabajadores de contratación temporal. Sobre esta nueva base, el empleo crecería muy rápidamente desde 1986, pero la productividad del trabajo lo haría moderadamente.

La integración en el espacio comunitario suponía un desarme de las barreras arancelarias y no arancelarias al comercio, que habría de producirse de forma gradual hasta 1992. Era, pues, un reto para las empresas españolas, por cuanto las exponía a la competencia de sus pares europeos, pero también representaba una gran oportunidad al abrirles las puertas de los mercados comunitarios. Buscando aprovechar esta oportunidad, las empresas, sobre todo las manufactureras, se lanzaron a una intensa renovación de sus técnicas productivas y de sus equipamientos, para lo que recibieron el apoyo del Estado, tanto a través de desgravaciones fiscales como de la posibilidad de amortizar de forma instantánea los nuevos equipos adquiridos en 1985 y 1986. Ello hizo crecer la inversión productiva a tasas muy elevadas durante estos dos años (superiores al 10% en el apartado de bienes de equipo), facilitando el aumento de la renta de empresas y hogares, e impulsando el consumo privado. Este encontró también un estímulo, tanto en las expectativas favorables acerca del futuro económico que creó la anhelada pertenencia a la Europa comunitaria como en el abaratamiento de las mercancías de importación, llegando a aumentar un 7,8% en un solo año, 1987, y ofreciendo nuevos estímu­los a la inversión productiva, esta vez dirigida a la ampliación de las capacidades instaladas, cerrándose de esta forma el círculo virtuoso de la recuperación.

Retorno de la inversión

Por otra parte, la inversión productiva contó con dos grandes estímulos. El primero, y más importante, el retorno de la inversión extranjera, que, multiplicando por más de tres sus volúmenes entre 1984 y 1988, pareció confirmar las nuevas oportunidades que se abrían para España en el seno de la UE. El segundo, la política de reconversión industrial puesta en marcha, con la que el Gobierno socialista persiguió eliminar los excedentes laborales de los sectores industriales en crisis, creando Fondos de Promoción de Empleo en las regiones afectadas, así como rees­tructurar sus producciones, lo que, entre otras medidas, exigió capitalizar a las grandes empresas públicas establecidas en los sectores de siderurgia y construcción naval, cuyas plantillas se redujeron un 45% entre 1981 y 1988.

Aunque la industria manufacturera protagonizó la recuperación de la mano de sectores más intensivos en tecnología, como el automóvil, el químico o el electrónico, no consiguió incrementar su peso en el PIB, salvo en 1987, huérfana de una política tecnológica e industrial de relieve.

A partir de 1986, el crecimiento del PIB español superaría ya el comunitario, y aumentaría por encima de su nivel potencial, aun cuando este se expandía rápidamente, a un ritmo superior al 3% anual, reflejando las ganancias logradas en eficiencia y en capacidad productiva. Surgieron, pues, nuevas tensiones inflacionistas que condujeron a nuevas alzas salariales y obligaron al Banco de España a adoptar medidas de contención monetaria, y al Gobierno a moderar ligeramente la expansión del gasto público, firmemente comprometida desde 1985 con el desarrollo de las infraestructuras de transporte por carretera y ferrocarril y de telecomunicaciones, claves para la competitividad de nuestra economía. Además, con el fin de reducir los grados de libertad de su política monetaria, y ayudar a atemperar las expectativas de inflación, el Gobierno introdujo la peseta en el marco disciplinario del Sistema Monetario Europeo (SME) en 1989.

El déficit exterior volvería a crecer como consecuencia del imparable avance de las importaciones procedentes de la Europa comunitaria, gradualmente libres de barreras, y del lento crecimiento inicial de las exportaciones. Sólo a partir de 1991, las empresas responderían adecuadamente a las oportunidades que ofrecían los mercados europeos, con una potente expansión de sus ventas exteriores, que, sin embargo, no sería suficiente para volver al equilibrio exterior. Este sólo se recuperaría en 2012, aunque esta vez para mantenerlo hasta hoy, como un testigo de la profunda transformación experimentada por la economía española.

Como resultado de la fuerte recuperación tras la crisis energética, la economía española había recobrado en 1991 buena parte del empleo destruido desde 1974 y mantenido el nivel relativo de producción que tenía en esa fecha con respecto a los países que hoy integran la eurozona. Pero su posición relativa en términos de renta per capita se había deteriorado como consecuencia de un crecimiento más rápido de la población. No se recuperaría hasta 1995, en las puertas de una nueva y larga etapa expansiva.

Rafael Myro es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.



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