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ofensiva de Rusia en Ucrania
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Otro dictador que está teniendo un mal año

El fracaso de China con la covid se debe, al igual que el de Putin en Ucrania, a la debilidad de los gobiernos autocráticos

Paul Krugman
Xi Jinping Vladimir Putin
Xi Jinping y Vladímir Putin, en un encuentro en Moscú en 2019.Mikhail Svetlov (Getty Images)

El término “dictador” viene de la antigua Roma, donde se utilizaba para referirse a un hombre al cual la república otorgaba temporalmente la autoridad absoluta durante las crisis. Las ventajas del poder sin trabas en tiempos de crisis son evidentes. Un dictador puede actuar rápidamente, sin necesidad de pasar meses negociando leyes o luchando contra los obstáculos legales. Y puede imponer medidas necesarias pero impopulares. De modo que hay momentos en los que el gobierno autocrático puede parecer más eficaz que el lío de las democracias sujetas al Estado de derecho.

Sin embargo, la dictadura empieza a parecer mucho menos atractiva si se prolonga durante algún tiempo. Por supuesto, el argumento más importante contra la autocracia es moral: muy pocas personas pueden ejercer el poder absoluto durante años sin convertirse en tiranos brutales. Pero, aparte de eso, un régimen autocrático es, a la larga, menos eficaz que una sociedad abierta que permite la disensión y el debate. Como escribí hace un par de semanas, las ventajas de tener un hombre fuerte que pueda decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer se ven más que contrarrestadas por la ausencia de la libre discusión y el pensamiento independiente.

Entonces hablaba de Vladímir Putin, cuya decisión de invadir un país vecino parece más desastrosa cada día que pasa. Evidentemente, nadie se atrevió a decirle que el poderío militar de Rusia estaba sobrevalorado, que los ucranios eran más patrióticos y Occidente menos decadente de lo que él suponía, y que Rusia seguía siendo extremadamente vulnerable a las sanciones económicas. Pero si bien la guerra de Ucrania nos obsesiona a todos con razón —estoy intentado limitar mis lecturas sobre Ucrania a 13 horas al día—, es importante señalar que una debacle aparentemente muy distinta, pero relacionada en un sentido profundo, está teniendo lugar en la otra gran autocracia del mundo: China, que actualmente experimenta un fracaso estrepitoso de su política anticovid.

Ya sé que en Occidente se supone que todos hemos superado la covid, aunque siga matando a 1.200 estadounidenses al día y los contagios estén volviendo a subir en Europa, lo cual probablemente presagie otro aumento en Estados Unidos. Pero China, claramente, no la ha superado. Hong Kong, que durante mucho tiempo pareció prácticamente indemne, registra centenares de muertes diarias, una catástrofe que recuerda a la de principios de 2020 en Nueva York, cuando no había vacunas y no sabíamos muy bien cómo limitar la transmisión. Importantes ciudades chinas como Shenzhen, uno de los principales centros de fabricación mundiales, han vuelto al confinamiento. Y no está nada claro cuándo o cómo va a terminar la nueva crisis sanitaria del país.

Todo ello supone un enorme revés de la fortuna. Durante gran parte de 2020, la política de “cero covid” de China —cierres draconianos en el momento y lugar en que aparecen nuevos casos— fue aplaudida por muchos como un triunfo político. Algunos analistas, no todos chinos, llegaron a citar el éxito de China contra la covid como la prueba de que el liderazgo mundial se estaba desplazando de Estados Unidos y sus aliados a la superpotencia asiática en auge.

Luego, tres cosas salieron muy, muy mal. En primer lugar, mientras gran parte del mundo optaba por las vacunas de ARN mensajero —una nueva técnica adaptada con velocidad milagrosa a la covid—, China insistía en utilizar las suyas propias, basadas en una tecnología más antigua y que han resultado ser mucho menos eficaces, especialmente contra la variante ómicron del coronavirus. Y no solo insistió en utilizar sueros inferiores pero desarrollados en el país, sino que intentó disuadir de que se adoptaran las vacunas occidentales difundiendo desinformación y teorías de la conspiración.

En segundo lugar, el ritmo de vacunación entre los ancianos de China —el grupo más vulnerable— ha flojeado. Esto puede deberse en parte a que la desinformación sobre la tecnología de ARN mensajero no solo ha disuadido a la gente de ponerse las vacunas más eficaces, sino que ha provocado la desconfianza hacia las vacunaciones en general. También puede reflejar una desconfianza más amplia en el Gobierno; los líderes de China mienten continuamente a su pueblo, así que, ¿por qué creerlos cuando dicen que hay que vacunarse?

Por último, la estrategia de cero covid es extremadamente problemática cuando se trata de variantes tan contagiosas como ómicron, sobre todo teniendo en cuenta la débil protección que proporcionan las vacunas chinas. La cuestión es que todos estos fracasos, al igual que los de Putin en Ucrania, tienen su origen último en la debilidad inherente del gobierno autocrático.

En lo que respecta a las vacunas, China ha sucumbido al nacionalismo miope tan frecuente en los regímenes autoritarios. ¿Quién iba a querer ser el funcionario de sanidad que le dijera a Xi Jinping que sus tan cacareados sueros eran muy inferiores a las alternativas occidentales, especialmente después de que los secuaces del presidente hubieran hecho lo imposible por afirmar lo contrario?

En el caso de la política de cero covid, ¿quién iba a querer ser el funcionario económico que le dijera a Xi que el coste de los cierres draconianos, una política de la que China está tan orgullosa, se estaba volviendo insostenible? Y, como ya he dicho, a un Gobierno que miente todo el tiempo le resulta difícil que la gente le escuche incluso cuando dice la verdad. Con esto no quiero caer en el triunfalismo occidental. El rechazo a las vacunas también es un gran problema en Estados Unidos. Y me preocupa que nos estemos precipitando a la hora de eliminar las restricciones anticovid. Pero China, al igual que Rusia, nos está dando ahora una lección sobre la utilidad de tener una sociedad abierta, en la que los hombres fuertes no pueden inventar su propia realidad.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2022. Traducción de News Clips

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