Un laberinto burocrático para evitar una expropiación: “No es que no me quiera ir, es que no tengo otra cosa”
Carmen, una mujer de 80 años, es la tercera generación que reside en un domicilio de Las Rozas (Madrid), pero no tiene documentos que acrediten la titularidad
Aún no ha empaquetado sus cosas, pero dentro de unas semanas Carmen Sánchez, de 80 años, tiene que irse de su casa. El pequeño domicilio, de apenas 40 metros cuadrados, ha sido objeto de una expropiación forzosa y quedará bajo una nueva vía ferroviaria que la empresa Adif construirá en el entorno de la estación de Cercanías de Las Matas, en su municipio natal, Las Rozas (Madrid). “No es que no me quiera ir”, explica mientras coloca con cuidado un cuadro en una cómoda llena de retratos familiares, “es que no tengo otra cosa”.
Sánchez tendría derecho a una indemnización de no ser porque su casa aparece en el registro de la propiedad a nombre de una tía abuela fallecida en los años sesenta, y en el catastro, a nombre de su padre, también fallecido. El suyo es uno de esos casos que no tiene un cauce burocrático establecido: Adif no le abona el dinero porque la casa no es suya; la casa no es suya porque nunca se han actualizado las actas de propiedad y las obras de demolición llegarán antes de que se resuelva el papeleo para poner a su nombre la pequeña residencia que lleva habitando tres generaciones.
El domicilio, una construcción antigua a la que se accede por un camino de tierra, apenas se ha reformado en años. “Teníamos que quitar unas goteras, pero el perito de Adif que vino a medir nos dijo que no nos gastáramos ni un euro más aquí”, comenta Bonifacio, actual pareja de Carmen. El edificio está separado apenas por un par de metros de la vía por la que circula el Cercanías, algo que para esta hija de ferroviario nunca ha sido un problema: “Mi madre se asomaba aquí a la esquina —señala un rincón del pequeño patio que hay frente a la puerta— para ver si ya llegaba mi padre y poner la mesa para comer”. Su vida transcurrió en esa casa, cuidando de sus padres hasta que fallecieron, y limpiando domicilios en las urbanizaciones que se sitúan al otro lado de la autovía A-6. “Para sacarme un dinerillo”, matiza.
Sus abogados, Patricia Aguirre y Manuel Galdón, del despacho Defensor de tu Vivienda, son quienes la están ayudando a navegar en este mar de Boletines Oficiales, peritos, notificaciones y registros. Cuentan que intentarán que Carmen no abandone su hogar sin una alternativa habitacional o un mandato judicial. Quieren ganar tiempo para intentar acreditar la propiedad y que ella pueda recibir, al menos, el depósito previo que se paga en estos casos antes del desalojo. “El problema es que necesitamos un acta de defunción de su tía abuela, que inscribió la casa en 1935, pero no sabemos donde murió y no encontramos el documento”, señala Aguirre. “Intentamos hacer entender a la Administración que quien figura como titular registral es una persona fallecida”.
El proceso de expropiación comenzó hace un año y medio. Galdón explica que se lleva a cabo por vía de urgencia, lo que significa que primero ocuparán el terreno y luego abonarán a los dueños la cantidad correspondiente. “Lo que se denuncia esencialmente no es el hecho de que se lleve a cabo la expropiación, sino que la Administración se mantenga tan rígida”, apuntan los abogados. Por su parte, Adif ha declarado a este periódico que “se han realizado todas las actuaciones contempladas en el marco legal para atender esta sensible situación”.
Carmen se enteró de que no tenía derecho a la compensación hace un mes. “Pero esta es mi casa”, reitera, “yo me crie aquí con ocho hermanos”. Ella nunca se planteó que su casa no era suya, ni tampoco que sería tan difícil convencer a la Administración de que la titular —una tía abuela, nacida a principios del siglo XX— había fallecido. Por esta razón tampoco tiene un contrato de alquiler que la vincule con su domicilio. Ante el vacío que se le presenta, sus abogados han intentado acudir a los servicios sociales, pero, aunque le están buscando una vivienda, a día de hoy no disponen de ninguna en el municipio de Las Rozas.
Carmen cuenta que en este periplo la han acompañado también sus hermanos, quienes renunciaron a su parte para que ella pudiese quedarse con el domicilio, ya que era la única que aún residía en él. Su otro gran apoyo es su pareja, Bonifacio, al que conoció hace pocos años en un viaje de jubilados: “Él me ayudó a preguntar a gente al principio, para ver qué tenía que hacer”, señala. Si todo sale mal, explica, se tendrá que ir con él, pero prefiere la independencia de su casa.
Las historias personales no se pueden explicar bien en los formularios y, como en aquella película de Ken Loach, cuyo protagonista, Daniel Blake, peregrina intentando arreglar su jubilación en un agónico proceso sin fin, Carmen va y viene constantemente de una oficina a otra sin encontrar salida al laberinto burocrático que la puede dejar en la calle. Antes de despedirse de EL PAÍS, cuenta que en un par de semanas tiene una boda en Extremadura, pero interrumpe su relato sobre los detalles para dirigirse a su abogada: “¿No vendrán a tirar la casa mientras no estoy, no?”.
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