Vuelve el ‘síndrome del papel higiénico’: compras compulsivas y estanterías del supermercado vacías
Los consumidores tratan de hacer acopio por un ‘efecto imitación’, pero también para saciar su necesidad de ‘tener el control’ en una crisis fuera de su alcance
La prensa japonesa recogía en noviembre de 1973 un extraño fenómeno. Miles de familias arrasaban los supermercados y acababan con las existencias de papel higiénico por un rumor que se expandía por todas las ciudades sobre inminentes problemas de suministro. La noticia corrió como la pólvora y, a través de las agencias, llegó en apenas unos días a Wisconsin (EE UU). El congresista republicano Harold V. Froehlich temió enseguida por los efectos de una eventual crisis del sector papelero en su jurisdicción, donde esa industria tenía un enorme peso. De inmediato, publicó una nota de prensa en la que, con todas las cautelas, advertía de que una escasez de papel higiénico no era un “asunto para tomarse a risa”.
Ninguna de las precauciones del bienintencionado congresista fue tomada en serio. Según explicaba un extenso reportaje de The New York Times de esa época, todos los condicionales y matices de su comunicado se esfumaron y pronto acabó siendo el plato fuerte de los programas de humor del país. El 19 de diciembre, el cómico Johnny Carson decía en horario de máxima audiencia: “¿Han oído lo último? No estoy bromeando. Lo vi en el periódico. Hay escasez de papel higiénico”. Al día siguiente, millones de estadounidenses abarrotaban tiendas y supermercados a la búsqueda de ese producto.
Esos capítulos de compras compulsivas de papel higiénico se antojan una anécdota, si no fuera porque se han ido repitiendo periódicamente —en Japón, en 2011 y en Taiwán, en 2018— y se convirtieron en el símbolo del nerviosismo que supuso el Gran Confinamiento de 2020. De nuevo, Tokio fue la punta de lanza. En febrero de ese año, las autoridades tuvieron que salir a tranquilizar a una población inquieta ante la posibilidad del desabastecimiento por un presunto cierre de los puertos de China. Pero pocas semanas después, el ansia de los consumidores dejaría vacíos los estantes de los supermercados de Nueva York, Bruselas o Barcelona, demostrando que no era un fenómeno local. En medio mundo, las grandes distribuidoras incluso tenían que restringir las compras por cliente.
Marga observaba el jueves por la noche en un supermercado de la calle de San Bernardo de Madrid un cartel colocado en la estantería del aceite de girasol que indicaba que, como máximo, cada cliente se podía llevar cinco litros. La causa es el peligro de que la guerra en Ucrania, el principal productor, pueda acabar con las existencias. La estantería está medio vacía, pero no tiene intención de llevarse ninguna botella. “No voy a comprar, no. Me preocupa más eso”, dice señalando los lineales desiertos de leche. En los últimos días, los supermercados han acusado la falta de algunos productos como aceite de girasol, leche, maíz, pasta e incluso, de nuevo, papel higiénico. Según la consultora NielsenIQ, entre el 7 y el 13 de marzo las compras se dispararon un 23%. En particular, las de aceite, que crecieron un 289%. Hay una parte lógica: la huelga de transportistas ha impedido la normal producción y distribución. Hay otra que no lo es: la escalada inflacionista y la guerra en Ucrania han llevado a los ciudadanos a volver a hacer acopio masivo de productos.
Las compras compulsivas son un fenómeno ampliamente estudiado. José Luis Nueno, titular de la cátedra Intent HQ de Cambios en el Comportamiento del Consumidor de IESE, explica que esas adquisiciones “inusualmente elevadas” de un bien se producen en tres circunstancias. “Lo vemos cuando los consumidores quieren anticiparse a una situación de grandes subidas de precio o escasez, cuando el almacenamiento irracional está dando lugar a la especulación o cuando se lanza un producto codiciado por muchos, como un nuevo iPhone o un nuevo ejemplar de Harry Potter”, sostiene.
Un repaso a las imágenes que se producían en plena pandemia basta para constatar que muchos consumidores no sabían explicar por qué salían del supermercado cargados con rollos de papel higiénico. Sin embargo, Nueno recuerda que son los compradores más organizados quienes ponen en marcha la espiral. Luego viene la imitación o el efecto rebaño. El miedo a quedarse fuera —conocido como FOMO, siglas de fear of missing out—. E incluso el pánico. Y ese comportamiento de los más organizados se extiende a los que lo son menos. “Actúa el instinto de supervivencia. Nuestro cerebro está diseñado para responder con rapidez en una sociedad con pocos recursos. Vemos la escasez y pensamos: me lo he de llevar o me quedo fuera. Y es también una pura validación social: si todo el mundo lo hace, yo también debo hacerlo”, indica Albert Vinyals, profesor de Psicología del Consumo en la Universidad de Barcelona.
Tras el referéndum independentista en Cataluña de 2017, miles de clientes de la comunidad llamaron a su banco, pensando que su dinero estaba en peligro. Algunas entidades trasladaron su sede social fuera de la autonomía y se emplearon para informar de que el dinero del cliente no estaba físicamente en la oficina. Aun así, muchos solo se quedaron tranquilos cuando se les abrió cuenta en otra oficina. Ese episodio se quedó ahí, pero el pánico financiero masivo ha llevado en ocasiones al desastre. Ocurrió en Andorra con la antigua BPA, cuando el hecho de ser señalada por Estados Unidos por presunto blanqueo de capitales llevó a retiradas de dinero y a imponer una suerte de corralito (aunque generoso) para evitar la fuga de capitales. “Es lo que llamamos las expectativas autocumplidas”, señala el profesor de Economía del Comportamiento de Esade, Pedro Rey.
Los estudios señalan que, ante una crisis percibida como amenaza, los ciudadanos corren a proteger su bolsillo y sus necesidades básicas. “Estos comportamientos los observamos durante grandes crisis o desastres, que pueden implicar que ciertos productos esenciales como la leche o el aceite experimenten una escasez. Ya sea cierta o no, a veces eso no importa, porque se percibe que el coste de adquirirlos y abastecerse de ellos es más bajo que quedarse sin ellos y no tener suficiente si finalmente hay carestía”, sostiene Andy Yap, profesor de la escuela de negocios INSEAD de Singapur y experto en psicología del comportamiento organizacional.
El papel de las redes sociales
Hay, pues, necesidad de actuar, por mucho que la crisis desborde la capacidad del individuo. “No todos lo hacemos, pero existe un sesgo de algunas personas que quieren tener la sensación de controlar una situación que está fuera de su control. Y el consumo de productos básicos y que ocupan espacio acaba saciando esa necesidad de seguridad”, afirma Pedro Rey, de Esade. Coincide Yap: “Las crisis y los desastres amenazan al sentido del control de las personas, que es una necesidad psicológica fundamental. Nuestra investigación ha hallado que se compran productos más funcionales como aceite o papel higiénico cuando se siente una pérdida de control. Su adquisición ayuda a restaurar ese sentido de control”.
Las redes sociales, los grupos de WhatsApp o las imágenes en televisión potencian esa compra compulsiva. También la mercadotecnia. El vial despoblado deja en papel mojado los llamamientos a no hacer acopio de patronales, asociaciones de consumidores e incluso gobiernos, como el vasco. “Tenemos mercancías más que suficientes”, dijo Juan Roig, presidente de Mercadona. Pero la imagen del lineal vacío es muy potente y, como recuerda Albert Vinyals, enseguida conduce al efecto “me lo quitan de las manos”.
Por muy irracional que pueda ser el comportamiento, los consumidores ahora ya saben lo que es la carestía. “Ya no deben remontarse a la experiencia de sus abuelos”, añade Rey. Lo sufrieron cuando, al comienzo de la pandemia, por ejemplo, faltaban mascarillas o respiradores. Lo resume Eiko Maruko, profesora de Historia del Williams College, que en 2021 volvió a examinar el caso de Japón durante la primera crisis del petróleo. “El miedo al papel higiénico no fue un estallido repentino de consumo enloquecido por parte de mujeres que actuaban irracionalmente. Todo lo contrario: era otra protección contra la pérdida de la comodidad, la seguridad, el progreso y el optimismo, centrales para la experiencia y el ideal de la clase media, que nunca se había sentido tan frágil como a principios de la década de 1970″, reflexiona.
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