Atracción fatal
La patronal prefiere mantener la rotación continua de los contratos temporales como la única vía conocida de reducción de costes laborales
A pocos días de que expire el plazo acordado con la Unión Europea para cerrar la nueva reforma laboral, la CEOE sigue enrocada en su defensa numantina sobre el uso extendido de la temporalidad en nuestro mercado laboral. Su argumento no es muy novedoso: la disponibilidad de una amplia gama de contratos temporales (CT) es la que tira del empleo en las fases de recuperación, olvidando que esta práctica también es responsable del derrumbe del empleo en las recesiones. Por eso fracasó la reforma laboral de 2012 en el recorte de la tasa de temporalidad y de nuevo volverá a encallar si no se adoptan medidas de calado.
Desde la ampliación del uso de los CT a todo tipo de actividades productivas regulares en la reforma de 1984, nuestra clase empresarial (y la administración pública con tasas de temporalidad más altas) ha abusado de este tipo de contratación con consecuencias muy negativas para el resto de la sociedad; altas tasas de paro, productividad reducida, baja formación por la rotación excesiva, excesiva desigualdad salarial, escasa natalidad y amenazas a la sostenibilidad del sistema de pensiones, entre otras.
Las burbujas del sector inmobiliario en el pasado, y del sector turístico y hostelero antes de la pandemia son un vivo reflejo de que nuestra clase empresarial solo sabe invertir en proyectos que permitan el uso masivo de estos contratos. No se trata solo de las ventajas comparativas de la economía española en estos sectores (países como Italia o Portugal, incluso Grecia, tienen tasas de temporalidad entre 10 y 15 puntos más bajas), sino del arraigo enfermizo de los CT en la mentalidad de nuestros empresarios.
La patronal prefiere mantener la rotación continua de los CT como la única vía conocida de reducción de costes laborales en casos de ajuste de plantilla. Teme a la incertidumbre jurídica en la disolución de los contratos indefinidos (CI) pese a que éstas estén tasadas. Los graves problemas asociados a la inestabilidad de este tipo de contratos (un 25% de los CT firmados anualmente duran menos de una semana) parecen importarle bien poco, especialmente en sectores con barreras a la competencia impuestas por las empresas de mayor tamaño en la negociación sectorial.
Cabe también resaltar que, pese a sus proclamas contra la precariedad, los sindicatos prefieren seguir centrándose en proteger a los asalariados con contratos indefinidos (CI) que son los les aseguran su reelección en un sistema de negociación colectiva con cláusula erga omnes (inédita en los países de la UE), baja representatividad de ambas partes (especialmente empresarial) y escasa afiliación por parte de los trabajadores. Por tanto, cortar el nudo gordiano del problema fundamental del mercado laboral en España requiere de otra clase de medidas políticamente factibles. A la vista de los retos presentes y futuros que afronta nuestro mercado de trabajo, estas medidas habrán de ser audaces, tipo big bang, en vez de graduales.
Nueva clasificación de contratos laborales
En estas circunstancias, una propuesta factible desde el punto de vista de la economía política sería incorporar los contratos eventuales y de obra y servicio (un 56% de los CT) a la categoría de CI (12.5 millones en la actualidad). En 2018, hubo 262 mil despedidos con CI y 150 mil finalizaron sus CT. Los primeros recibieron una indemnización media de 17.000 euros, mientras que los segundos percibieron 1.130 euros. Con estas cifras, la indemnización media por despido en dicho año fue de 11.200 euros (= 17000x 262/412+1350x150/412). Si el 56% de los CT pasaran a ser CI (sin cambiar la compensación de 12 días por finalización en algunos de CT restantes, el coste medio por despido de los trabajadores con CI que resulta equivalente a la indemnización media de 11.200 euros sería de 15.770 euros, frente a los 17.000 anteriores.
Para calcular la nueva indemnización se ha supuesto que los contratos de obra y servicio y eventuales tienen una duración un tercio inferior a los de los CI ordinarios. Por tanto, la indemnización por despido objetivo habría de reducirse de 20 a unos 18,5 días (=20x15,77/17) de salario por año trabajado si todos los despidos fueran de esta naturaleza. Por contra, si solamente el 50% de los despidos fueran objetivos, entonces la reducción habría de ser mayor. En efecto, manteniendo los 33 días por despido improcedente, la indemnización por despido objetivo que resulta neutral en costes en esta situación sería de 14 días. No obstante, dicha cifra aumentaría a 16 días si se redujera la proporción de despidos improcedentes al 25% (delimitando más claramente las causas del despido objetivo).
Esta estrategia de abordar el perenne problema de la dualidad sería muy útil para eliminar de una vez por todas la excesiva tasa de temporalidad que sufre nuestra economía. De un plumazo, pasaría del 26% al 10,4%, homologándonos con los países de nuestro entorno. Las propuestas sobre la mesa de la negociación actual olvidan que, para que resulten políticamente aceptables, no pueden conllevar una subida del nivel de costes de despido actual. Estos continúan siendo demasiado elevados (por ejemplo, para un trabajador con 10 años de antigüedad, la indemnización media es de 28,6 semanas frente a 21,7 en Alemania, 14 en Portugal, 8,7 en Francia o siete en Reino Unido). La realización de cómputos más precisos que los ofrecidos anteriormente resulta ineludible para conseguir el plácet de la Comisión Europea para la percepción de los fondos NGEU. Solo de esta manera se eliminaría de raíz la atracción fatal que sienten nuestros empresarios y otros agentes sociales por el “pan para hoy y hambre para mañana” en perjuicio de la sociedad española.
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