Ya no es madrastra, sino hada madrina
El plan de recuperación no está condicionado a cumplir las normas de déficit y deuda, sino que obedece sus propios fines: la “transformación” económica europea
Entre la manía represora y hosca de la madrastra y la acogedora luminosidad de la hada madrina tercia un abismo.
Es el abismo que ha vencido la Unión Europea. En la Gran Recesión fue madrastra: se apoyó en el Pacto de Estabilidad, que restringe gasto e inversión, y amenaza con multas al incumplidor.
Aplicó tanto más palo que zanahoria a los países vulnerables, que no lograban cuadrar sus cuentas deficitarias. Y les exigió recortes sociales previamente a ayudarles con rescates —incluido el salvamento financiero español, rescate al fin— vehiculados en préstamos, a devolver.
Aprendida la lección del desastre social acaecido, en la pandemia archivó la sangría sancionadora previa. Y saltó al poderoso imán del estímulo: la varita mágica de la hada madrina. Primero dispone el dinero del plan de recuperación (Next Generation-EU o NGEU, y demás instrumentos) y luego todos, todos los socios sin distinciones, pueden acogerse.
Así que para lograr buen trato, ha desaparecido la exigencia de “condicionalidad” fiscal —desde luego en la primera fase—, respecto a la capacidad de cuadrar cuentas y ajustarse a las normas de déficit (3% anual del PIB como máximo) y deuda (60%), que todos incumplen.
No hay otra condicionalidad que la ontológica de cualquier plan: obedecer a sus propios fines. Los requisitos se definieron pronto, en la primavera de 2020: cumplir los objetivos de la “recuperación” en línea con las políticas de “transformación” económica europea (digital, verde, social), esa dualidad pretendida. Y atenerse a las recomendaciones anuales del Consejo a cada país, emitidas dentro de la supervisión presupuestaria del llamado “semestre europeo”. Y que se consagraron en la cumbre del 21 de julio, con redactado muy escueto (conclusión A-19).
Esto último era de cajón, no por filosofía, sino por procedimiento. Pues las ayudas no son puras transferencias, sino subvenciones (y si se quiere, además, préstamos) a actuaciones: reformas e inversiones. Y porque al incluirse el plan en el presupuesto común (clave para que este garantice su financiación con eurobonos), y desembolsarse por fases al presupuesto de cada uno de los 27, debía insertarse en el proceso vigente del semestre.
Quizá la aureola del plan; su insistente defensa ante quienes lo denigraban si beneficiaba al Gobierno de turno; o el comprensible afán de sacar pecho personal del que lo procuró, amén de provecho colectivo, haya confundido.
¿Cómo? Oscureciendo ese carácter de “contrato”: entre la subvención preasignada y los proyectos concretos y tangibles ofrecidos como contrapartida. Proyectos de largo alcance y plazo de ejecución; con implicación empresarial; y patrocinados por distintas administraciones: claros ingredientes de un urgente vísteme despacio que tengo prisa. Entendible siempre que las pausas y cautelas iniciales no se eternicen.
Pero influyen en ello más factores. Sobre todo, las exigencias garantistas de la normativa detallada. El reglamento español debió prescindir de su agilidad inicial, por instrucción del Consejo de Estado, primando la seguridad que otorga el procedimiento convencional y la omnipresencia de la Intervención sobre la celeridad.
Y a nivel europeo, se han concitado muchos impulsos garantistas: detallistas, intervencionistas, y pues, con traducción burocrática pesada, aunque no necesariamente nefasta.
Así, el imperativo de impedir que los gobiernos iliberales corrompan el presupuesto común. Y la pretensión del organismo de ejecución —la Comisión— de evitar fugas dilapidadoras, con la consiguiente responsabilidad funcionarial e institucional. O la voluntad de justificar el gasto con transparencia y verificación. En el caso español, sobre 102 reformas, 109 inversiones y los 416 “hitos y objetivos” milimetrados en que se despliegan. No es una asignatura. Son 416 doctorados.
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