Las normas del club de millonarios de Putin: obediencia al líder y abstinencia política
El presidente ruso ha ido entregando a gente de su círculo, la mayoría amigos de su época en San Petersburgo, los grandes negocios del país
Los oligarcas, magnates y poderosos que manejan la economía de Rusia se saben la lección: no entrar en política sin permiso del Kremlin y no contradecir ni cuestionar a Vladímir Putin. Lo aprendieron bien al ver caer a otros, como Mijaíl Jodorkovski, cuando el líder ruso llegó al poder, hace más de dos décadas, y empezó a hacer limpieza para colocar en los puestos clave a sus amigos más cercanos y colaboradores leales, la mayoría de su época de San Petersburgo. Fue el despojo de una clase oligárquica y la creación de otra casta.
Para el líder ruso, antiguo agente del KGB, la confianza es clave, mucho más que la meritocracia; y ha ido entregando a personas de su círculo —también a algunos no tan cercanos, pero a los que ha ido poniendo pruebas de lealtad— las empresas estatales o favorecido su entrada en las privadas, que en Rusia no serían nada sin el beneplácito del Kremlin, junto con un gran pedazo de pastel de las concesiones públicas.
Son los hombres de Putin. Para algunos representan algo así como “el Gobierno en la sombra” del país, una mezcla entre magnates y antiguos oficiales de seguridad (los conocidos como siloviki) forjados en la misma cantera de los servicios de inteligencia que el líder ruso. Los magnates manejan el dinero, pero jamás olvidan que están subordinados al hombre que, hoy, garantiza su presencia.
Personas como Igor Sechin (Rosneft); los hermanos Boris y Arkadi Rotenberg y Gennady Timchenko, amigos de juventud de Putin y compañeros de judo; Yuri Kovalchuk (Rossiya Bank), de la pandilla política de San Petersburgo; o Yevgeny Prigozhin, empresario de la restauración conocido como “el chef de Putin” y acusado de estar tras las granjas de trolls que interfirieron en las elecciones de EE UU de 2016, o la empresa de mercenarios Wagner, que ha intervenido en Siria, Ucrania, Venezuela o República Centroafricana para defender los intereses oficiosos del Kremlin. Son hombres que han aprendido el beneficio de hacer favores a Putin y hablan su lenguaje y no el de los oligarcas —como Oleg Deripaska (Rusal), Viktor Vekselberg (Renova) o Alexéi Mordashov (Severstal)—.
Del histórico grupo de los originales, jóvenes banqueros y tiburones que con el derrumbe de la URSS se apropiaron de los activos estatales —producción industrial, minería y depósitos de petróleo y gas— y usaron sus finanzas para ayudar a Borís Yeltsin a ser reelegido a cambio de más dinero y poder, quedan solo un par. Quizá el magnate Mijaíl Fridman, que vive en Londres, o Vladímir Potanin, que ha sabido mantenerse. Otros fueron despojados de sus imperios o de gran parte de ellos, como Boris Berezovski, exiliado y muerto en extrañas circunstancias, o Mijaíl Jodorkovski, exiliado después de una condena en Rusia, que osó cuestionar a Putin y quiso meter un pie en la política.
Putin, también impulsado por esos siloviki que ya en la época de Yeltsin, ocultos, fueron capturando los activos estatales y desplazando a otros tiburones, insiste en que ya no hay oligarcas en Rusia. Pero aunque los mecanismos han cambiado, la base sigue siendo la misma en todos los sectores clave del Estado, apunta el analista Andréi Kolésnikov. “Gran parte del Gobierno de Rusia y su mecanismo de gestión económica podrían fácilmente denominarse Ministerio de Industria Oligárquica”, ironiza el experto. De 1994 a 2000, cuando Putin llegó al poder, describe Catherine Belton en su potente libro Putin’s People, Rusia era una oligarquía. Hoy, dice la periodista, que describe el sistema como un “capitalismo híbrido del KGB”, Rusia no tiene oligarcas sino “sirvientes ricos” de Putin y sus servicios secretos (FSB).
Estos son algunos de los magnates más poderosos de Rusia.
Arkadi Rotenberg, el rey de las concesiones estatales. Maneja una fortuna de unos 2.900 millones de dólares (2.436 millones de euros), según Forbes. El magnate, de 69 años, es, junto a su hermano Boris, uno de los amigos más antiguos de Putin; en la infancia fue su compañero de entrenamiento de judo y sambo (un arte marcial ruso). A finales de la década de los dos mil, Rotenberg se convirtió en propietario de SGM Group y Mostotrest, compañías que hoy son dos de las mayores contratistas de la construcción de Rusia. Solo en 2015, Rotenberg ganó contratos gubernamentales por valor de 9.000 millones de dólares.
También se hizo cargo de la concesión del puente que une Rusia con la península de Ucrania de Crimea —que Moscú se anexionó ilegalmente en 2014— cuando ningún otro empresario dio un paso adelante por el costoso proyecto. Este año, cuando una película documental producida por el líder opositor ruso Alexéi Navalni volvió a sacar a la luz un fastuoso y multimillonario palacio en el mar Negro supuestamente propiedad de Putin, Rotenbert, su antiguo sparring de judo, aseguró con la cabeza gacha en una entrevista en la televisión estatal que el palacio es suyo. El magnate, que además preside la Federación Rusa de Hockey sobre Hielo —muy importante para Putin, un gran aficionado del deporte—, está, como otros miembros del círculo más estrecho del líder ruso, bajo las sanciones estadounidenses.
Alexéi Miller, el magnate de la energía rusa. El oligarca, de 59 años, es el presidente de Gazprom, la gran compañía gasista estatal, y tiene una sólida posición en la vertical del poder de Putin: ocupa el puesto desde 2001. La relación con el líder surgió en su época de San Petersburgo, cuando aún se llamaba Leningrado, y Miller, que formaba parte de un grupo de jóvenes economistas-reformadores, se unió a un comité del Ayuntamiento encabezado por Putin. Allí, supervisó grandes proyectos de inversión y demostró su lealtad personal al hoy jefe del Kremlin.
Durante su gestión, la compañía ha protagonizado una amplia expansión internacional. Se cree que Miller es también el responsable de la apuesta por los patrocinios deportivos que Gazprom ha mantenido en los últimos años y que ha influido en que Rusia consiguiera la organización del Mundial de Fútbol en 2018.
Igor Sechin, el oligarca en jefe de Rusia. Antiguo traductor militar en Angola, trabajó con Putin en la antigua capital imperial. Hoy es el máximo responsable de Rosneft, la petrolera estatal, una de las mayores productoras mundiales de crudo. Sechin, de 60 años, considerado uno de los siloviki que apuntala a Putin, ha ocupado también cargos en el Gobierno del líder ruso sin detenerse siquiera en el concepto de “puerta giratoria”. Bajo su mano, el Estado recuperó muchos de los activos de la industria, como Sibneft, que Roman Abramovich vendió a Gazprom, o los activos de Yukos, la empresa de Jodorkovski, que fueron a parar a Rosneft. Además, diseñó un esquema por el cual la mayoría de las exportaciones rusas quedaron bajo el control de otro amigo leal de Putin, Gennady Timchenko, hoy el sexto hombre más rico de Rusia, según los cálculos de Forbes, con participaciones en la compañía de gas Novatek y el productor petroquímico Sibur Holding. Sechin, también sancionado por EE UU, es en la actualidad el guardián del activo corporativo más valioso del Kremlin.
Yuri Kovalchuk, el cajero no oficial del Kremlin. Principal accionista de Bank Rossiya, también controla el mayor grupo de medios de Rusia, National Media Group. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos, que le ha puesto en su lista de sanciones, le denominó “el banquero personal de los altos funcionarios de Rusia, incluido Putin”. Kovalchuk, de 69 años, ya trabajó junto a él en San Petersburgo cuando el líder ruso fue teniente de alcalde; además eran vecinos de dacha. El magnate, que también tiene una compañía de seguros y controla la cuarta operadora de telefonía móvil del país, Tele2, tiene una fortuna de unos 3.300 millones de dólares, según Forbes.
Vladímir Potanin, el oligarca pionero y superviviente. Considerado el segundo hombre más rico de Rusia, por detrás de Alexéi Mordashov, el magnate de Severstal, es el único de los siete oligarcas originales que aún es bienvenido en Moscú. Fue quien diseñó, en 1995, cuatro años después del derrumbe de la Unión Soviética, el controvertido esquema “préstamos por acciones” por el que Yeltsin entregó participaciones en algunos de los activos de recursos naturales más valiosos de Rusia para préstamos bancarios a cambio de apoyo en su campaña de reeleción y para tapar los agujeros de la deuda del país. Potanin, funcionario reconvertido en empresario, se hizo así con una participación del 38% del gigante del metal y la minería Norilsk Nickel por solo 170,1 millones de dólares. Hoy preside la compañía y tiene una fortuna valorada en 27.000 millones.
Potanin sabe cuándo dar la mano y también cuándo agachar la cabeza. Donó 2.500 millones de dólares para construir una estación de esquí para los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi de 2014, un proyecto muy ansiado por Putin. Y el año pasado, cuando una de sus plantas causó uno de los mayores vertidos de la historia en el Ártico y se desató un escándalo, el oligarca voló allí, se abrigó y mantuvo una videoconferencia sobre el terreno con el presidente ruso emitida en la televisión estatal en la que aseguró humildemente que él mismo supervisaría las labores de limpieza y velaría porque no volviera a suceder; también recalcó que no recurriría la multa récord de 2.000 millones de dólares a su compañía por el desastre ambiental.
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