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Pelea de gallos

Biden y Trump escenifican un primer debate bronco, con insultos personales, que se corresponde con el clima de polarización política y social que vive la sociedad estadounidense

Donald Trump y Joe Biden. JIM WATSON DOMINICK (AFP)
Donald Trump y Joe Biden. JIM WATSON DOMINICK (AFP)

Cuesta llamar debate al primer enfrentamiento directo de la campaña electoral que han mantenido los dos candidatos presidenciales de Estados Unidos, Donald Trump y Joe Biden en la noche del martes 29 (madrugada del 30 en España). Ha sido más bien una pelea de gallos, bronca, agria, caótica, a veces ininteligible, con insultos personales y ataques a la familia, que se corresponde perfectamente con el clima de polarización política y social que está viviendo la sociedad estadounidense, y que empieza a ser preocupante. No se puede sacar de esta confrontación nada nuevo sobre los respectivos programas. Solo la constatación de que ambos defienden posiciones diametralmente opuestas en todos los temas, dos modelos de sociedad muy alejados, casi incompatibles, algo que ya se sabía pero que es extremadamente negativo, incluso peligroso, para la gran nación americana.

Ahora, los analistas, institutos de opinión, los medios, se afanarán por determinar quién ha ganado o perdido el debate, aunque al final la valoración depende en muchos casos de la orientación ideológica de la persona o el medio que la hace. Este tipo de debates, más que ganarse, se pierden. Es decir, es difícil que la actuación de un candidato le aporte muchos votos, pero sí puede hacérselos perder si comete errores graves o da una imagen negativa. El estilo rudo, faltón, agresivo de Trump, no dejando hablar a su rival ni al moderador, interrumpiendo continuamente, gritando incluso, es bien conocido, se corresponde con el personaje público que conocemos. Es lo que se esperaba de él y, lejos de perjudicarle, causa entusiasmo en sus seguidores más acérrimos, aunque podría hurtarle aún algún voto moderado de los que aún le queden, que probablemente no serán muchos.

Por su parte, Biden ha mantenido una imagen más moderada, más madura, más presidencial, aunque ha caído en alguna provocación hasta recurrir a los insultos, algo que sus asesores le desaconsejaban. Biden defiende una posición de ventaja que ha mantenido en todas las encuestas, y para él lo único importante era no tener ningún lapsus de memoria o de razonamiento que pudiera alimentar la acusación de senilidad, que es casi el único argumento que tiene Trump contra él, aparte de calificarle de socialista -algo solo creíble para los trumpistas-, lo que el candidato rebatió aludiendo a su victoria sobre Sanders en las primarias. Los intentos de Trump de arrollarle no han dado demasiado resultado, y en términos generales la opinión mayoritaria es que Biden ha salido bien librado de esta primera confrontación.

En un clima como el actual de abierta hostilidad entre las dos opciones políticas en liza, cada uno habla sobre todo para sus partidarios. La repercusión real de este debate en la elección será probablemente muy escasa. En esta ocasión hay un porcentaje muy alto de voto decidido y los indecisos se sitúan en solo un 5%, que puede llegar al 10% en ciertas minorías. No obstante, no se puede despreciar a este número de indecisos, dependiendo de donde vivan, porque la elección se va a decantar, en uno u otro sentido, en unos pocos Estados donde las mayorías pueden variar por un porcentaje pequeño de votos, como Ohio, Florida o Arizona, en los que ganó Trump en la última elección presidencial, y que tienen gobernadores republicanos, lo que puede tener su importancia en caso de problemas en el recuento, como sucedió en Florida en el año 2000.

Esta cuestión del recuento y la proclamación de resultados es, sin duda, la más polémica y preocupante en la elección del próximo 3 de noviembre, ya que Trump se ha negado reiteradamente -también en este último debate- a confirmar que aceptará el resultado electoral, sea el que sea. Es más, no se ha privado de decir que, si él no gana, será porque hay fraude, sin tener ningún dato que lo corrobore, como es habitual en él. Este problema se agrava por el alto porcentaje de voto por correo que habrá en esta ocasión, debido a la pandemia. Como la votación depende en gran parte del nivel de participación de los demócratas, y estos son más partidarios –según las encuestas- del voto por correo, Trump se ha apresurado a afirmar que este voto será sin duda fraudulento.

El peor escenario es que haya un resultado muy ajustado, que se pueda impugnar, o peor aún, que se dé un resultado provisional pocas horas después de la votación, y otro diferente a los pocos días, después de contar el voto por correo, que en algunos Estados empezará solo después de contado el voto presencial. En este caso, si Trump fuera el perdedor, se podrían producir tensiones políticas importantes, que probablemente tendría que dirimir el Tribunal Supremo, en el que Trump intenta asegurarse una mayoría sólida con la elección apresurada de la jueza conservadora Amy Coney Barrett para el alto tribunal.

Es probable que la posición ambigua de Trump en relación con la aceptación del resultado sea más una táctica para disuadir a posibles votantes contrarios -ante la posibilidad de un conflicto- que una intención real de causar problemas en caso de perder, pero en todo caso que el propio presidente ponga en duda el sistema electoral de la nación produce una desestabilización y una inquietud nunca antes vista en el panorama político estadounidense, que no contribuye precisamente a calmar el clima de tensión política que vive el país.

Trump se acerca cada vez más a movimientos extremistas, tanto de tipo religioso como negacionistas y racistas, incluso a sectores absolutamente delirantes como QAnon, en busca de cualquier apoyo que pueda favorecer su reelección

Precisamente, el problema más grave al que se enfrenta Estados Unidos a la puerta de una elección trascendental es la brecha insalvable que se está produciendo entre dos sectores de la población, cada vez más enfrentados, incluso violentamente. En el debate, Trump se negó -una vez más- a condenar los movimientos supremacistas blancos, echando la culpa -como siempre- a los izquierdistas. Trump se acerca cada vez más a movimientos extremistas, tanto de tipo religioso como negacionistas y racistas, incluso a sectores absolutamente delirantes como QAnon, en busca de cualquier apoyo que pueda favorecer su reelección.

Naturalmente, la reacción en sentido contrario crece en la medida en que ciertos sectores se sienten agredidos, como es el caso del movimiento Black Lives Matter, que Trump está utilizando para mostrarse como único garante del orden. Este camino de radicalización y confrontación, impulsado continuamente por el propio presidente, es muy peligroso y puede poner en cuestión la propia democracia estadounidense, con la consiguiente repercusión en el resto del mundo. Trump está jugando con fuego. Veremos si el 3 de noviembre los electores le dejan seguir haciéndolo.

* José Enrique de Ayala es analista político de la Fundación Alternativas

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