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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hacia un nacionalismo de plataformas

La paradoja es que cuanto mayor es su éxito, más opciones tienen de convertirse en oligopolios globales

tomás ondara

Es probable que nuestros pasados sueños de ciencia-ficción juveniles estén sesgando el debate económico presente. Mientras esperábamos una sociedad robotizada, el capitalismo de plataformas se ha extendido de forma silenciosa, y son precisamente una multitud de humanos los que ahora hacen de chóferes, carteros o repartidores de comida que, con su generalmente estatus de trabajadores autónomos y escuetas cotizaciones, suponen ya un gran reto a la sostenibilidad no sólo de nuestro sistema de pensiones, sino del propio Estado del bienestar. Más aún si tenemos en cuenta la creatividad fiscal de dichas plataformas transnacionales, que les permite eludir los impuestos directos, en el caso de las norteamericanas o, incluso, también los indirectos, en el caso de las asiáticas. Aspecto este último que se suele obviar cuando se cuestiona la gestión del impuesto de sociedades de Apple, Google, Amazon y Facebook, entre otras norteamericanas. Esta “infratributación” perjudica aún más la competitividad de las empresas locales, que ofertan su actividad en los mercados tradicionales trasuntos de las plataformas.

Pero sería miope centrar nuestro análisis en sólo alguna de las cuestiones no resueltas de este modelo de negocio, que, de forma darwiniana, está colonizando los principales mercados de bienes y servicios. Parece más conveniente empezar por sus incuestionables ventajas competitivas. Las plataformas han conseguido llevar a la práctica la cuasi utopía de algunos de los componentes del modelo de competencia perfecta en atractivos mercados virtuales. Verdaderos ecosistemas en los que operan multitud de oferentes y demandantes de productos homogéneos, en entornos de información perfecta, y con costes de transacción despreciables. Los cuales suplantan a mercados reales en ocasiones muy alejados de estos principios, como sería el de los alquileres, los taxis o, en general, los de todos aquellos productos y servicios con escaso tamaño de su demanda local. Esta suplantación, al abaratar sensiblemente los precios de intercambio, hace que los mercados se expandan de forma exponencial, creando nuevos empleos, incluso con tasas de crecimiento económico contenidas, como las actuales.

La paradoja es que esta apariencia de competencia perfecta se limita al entorno virtual, ya que cuanto mayor sea el éxito de la empresa que gestiona la plataforma, generando claras economías de red, mayor probabilidad de convertirse en un oligopolio, o incluso monopolio, que puede llegar a ser global. Esta tendencia, a un creciente poder de mercado, es muy probable que se mantenga si se cumple la previsión, ampliamente difundida, de que para 2025 el 30% de la economía mundial se generará en plataformas.

Como en todo mercado oligopolista, es fácil encontrar situaciones de abuso de poder. Por ello, de la misma forma que existe una división para delitos telemáticos en la Guardia Civil, cobra sentido la existencia de una división específica de otras instituciones (por ejemplo, la CNMC) para vigilar estos mercados y sus operadores, buscando proteger a clientes y trabajadores.

La elevada velocidad de expansión de este modelo de negocio, unido a una infravaloración de su envergadura por determinados Gobiernos europeos, ha dejado múltiples cuestiones sin resolver. Desde las ya antes apuntadas, la necesidad de una mejor definición de las relaciones laborales, pasando por el respeto de los derechos de propiedad y privacidad, especialmente en las plataformas asiáticas, o someterlas a una fiscalidad responsable. Esto último parece haberse conseguido en cuanto al IVA, lo que puede hacer del Black Friday de 2020 el último gran evento tax free de nuestra era. Más difícil es el caso de llegar a un acuerdo global en cuanto a los impuestos directos. En este caso, la Unión Europea no tiene un incentivo claro para promover una regulación más estricta, al no disfrutar de su recaudación, lo que además iría en contra de determinados socios, como Irlanda o Luxemburgo, que basan gran parte de su competitividad internacional en ofrecer significativas ventajas fiscales en los mismos. Las llamadas tasas Google en cada país aparecen como la única opción viable a corto o medio plazo, eso sí, con los riesgos de posibles guerras comerciales que implica este camino.

Pero frente a estos aspectos no resueltos, la gran pregunta que debemos formularnos es cuál está llamado a ser el papel europeo en general, y el español en particular, en este modelo de negocio. Actualmente es residual en el primer caso, e irrelevante en el segundo. Sólo entre un 2% y 3% de los cuarteles generales de las grandes plataformas, según su valor bursátil, están ubicados en Europa. Frente a este modelo, que de facto cede la gestión de un número creciente de mercados de bienes y servicios a plataformas foráneas, tenemos el modelo asiático, que se podría definir sin ambages como de nacionalismo de plataformas. En él, el operador principal local en estos mercados virtuales suele ser una versión autóctona del original norteamericano. Asimismo, ha ido disminuyendo el tiempo de espera entre la versión original norteamericana y la local, hasta llegar a la situación actual de lanzamiento cuasi conjunto de ambas iniciativas, tanto en la orilla occidental del Pacífico como en la oriental. De esta forma, aunque Alibaba, la versión china de Amazon, nace cinco años después de la primera o Didi, el equivalente chino de Uber, se lanza tres años después, vemos cómo Wechat surge sólo dos años después de WhatsApp, mientras que Instagram y Sina Weibo nacieron a la vez. Ejemplos similares se pueden encontrar en Singapur y Corea del Sur e incluso más cerca geográficamente (Rusia).

Mientras, los países de la Unión Europea carecen de una estrategia común y, en la mayoría de los casos, como en los países mediterráneos, tampoco hay una estrategia nacional. Se limitan, en gran medida, a mirar con desconfianza este nuevo modelo de negocio, más preocupados por mantener el statu quo de los mercados afectados que por desarrollar iniciativas locales. Ni siquiera han sido capaces de ofrecer unas reglas de juego homogéneas en su territorio que permitan que las plataformas europeas puedan alcanzar economías de escala rápidamente.

Para nuestro país y para el conjunto de Europa, una política que aborde este fenómeno en su conjunto se hace cada vez más necesaria. No sólo para resolver los múltiples nuevos retos que las plataformas están provocando en nuestras sociedades, sino para que surjan verdaderos campeones locales, aprovechando las escasas barreras de entrada que hay, dados los reducidos requerimientos de capital para desarrollar estos mercados virtuales.

Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de Cunef y colaborador de Funcas. José Ignacio Castillo Manzano es catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla.

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