Peligrosa desigualdad
La corrección de la inequidad sólo es posible mediante la acción del Estado a través de la redistribución fiscal
La lucha económica entre generaciones es hoy la forma dominante de enfocar el efecto destructivo de la desigualdad económica. Puesto, se dice, que se da una diferencia mensurable entre los derechos y las rentas de quienes tienen contratos de trabajo estables y derechos laborales consolidados y quienes viven en el ámbito de la precariedad (contratos temporales, derechos reducidos o inexistentes, salarios bajos) y los primeros suelen ser los grupos sociales de mayor edad, existe un abismo generacional que se traslada a al futuro a través de las pensiones. El discurso es bien conocido: las rentas de los pensionistas, beneficiados en el pasado inmediato por contratos y rentas estables, tienen que ser sostenidas con cotizaciones de trabajadores jóvenes actuales que han perdido los privilegios de la estabilidad laboral. Las estadísticas miden sin vacilación esta diferencia y, si no hay un análisis político o social de los números presuntamente claros que avalan la diferencia entre generaciones, las conclusiones apenas superan el nivel de la evidencia: viejos con rentas garantizadas y patrimonios protegidos (el principal, la vivienda), jóvenes con recursos decrecientes y sin capacidad real para acumular su propio patrimonio.
Pero lo relevante son las causas. La desigualdad se manifiesta de distintas formas, provoca varias líneas de distorsión; la diferencia entre jóvenes y mayores es solo una de ellas. La corrección político-social debe actuar sobre la inequidad económica y los factores que tienden a agrandarla, tanto en tiempos de prosperidad como de crisis. Es evidente que el sistema de pensiones de reparto tiene que rectificarse legalmente para mantener su supervivencia si se prolonga la estructura laboral actual; las políticas y las decisiones adecuadas para hacerlo son muy conocidas (demorar la edad de jubilación, reajustar la relación entre último salario y pensión, hacer compatible percibir una pensión con trabajos remunerados). Pero la cuestión —o el debate, si se quiere exponer así el problema— es si la sociedad, a través de la acción política, puede actuar con instrumentos propios (públicos, legales) para evitar el exceso de desigualdad; incluso, como discusión previa, cabe preguntarse si es posible trazar una línea a partir de la cual decidir que hay un exceso y, por lo tanto, se puede actuar contra él. Teóricos del bien social como Tawney creían que esa línea existe; sostenían que la propiedad, si no está ligada a una función social, es “una forma de impuesto privado que ciertas personas pueden imponer a otras por ley” e incluso mencionaron paródicamente ese límite: “aceptar un salario equivalente al de cien familias no es propio de un caballero”.
Un consenso básico nos dice hoy que la corrección de la inequidad y sus dos secuelas principales (desigualdad social y dificultad extrema para superar la precariedad) sólo es posible mediante la acción del Estado a través de la redistribución fiscal. Es un criterio elemental del Estado del bienestar cuyo instrumento principal es la progresividad tributaria. Ahora bien, y esta lucha ya no puede transmutarse en generacional, se da hoy una notable resistencia de los agentes económicos con rentas más altas (y sus representantes políticos) a aceptar sin ruido un aumento de los impuestos directos (IRPF, Sociedades). De forma que se produce un estrangulamiento aquí y ahora de la equidad social: si la desigualdad crece, si para combatir ese crecimiento solo es admisible una acción redistributiva mínima a través de los impuestos y la carga fiscal no puede aumentarse porque siempre hay un pretexto para impedrlo, ¿cuál es el margen de acción política contra la desigualdad?
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