Manda la demanda
Que el consumidor sea, por ahora, beneficiario de la transformación de la televisión no significa que sea bueno el excesivo control de la oferta
El consumo de televisión está en ascenso, y no precisamente gracias a la programación convencional, sino en gran medida al éxito de las series. Aunque no el único, constituye el principal exponente de la televisión a la carta, amparada en las preferencias en cada momento de los espectadores, no de quienes definen las parrillas de emisión. Al igual que en el conjunto de la economía digital, es el consumidor el que parece reforzar su soberanía, al menos por el momento.
Es, en efecto, un episodio más de la digitalización creciente, del dominio de la canalización a través de Internet, también de las formas de entretenimiento. La suscripción de servicios digitales de ocio, lejos de estabilizar su crecimiento, está llamada a doblar su facturación en los próximos cinco años y a seguir determinando cambios de alcance en el conjunto de la industria.
Las series se han convertido en el principal destino inversor para atender ese tipo de demanda. Los presupuestos asignados a su producción eran impensables hace apenas un par de años. Como lo eran esos movimientos empresariales que están teniendo lugar no solo en el sector tradicional del entretenimiento, sino en las compañías tecnológicas más importantes.
El factor que ayuda a entender esa intensidad inversora en la industria no es otro que la globalización de este mercado, la creciente homogeneidad de las preferencias de consumidores con independencia de su ubicación geográfica. La elevación de los costes de producción es una de las consecuencias de esa intensificación de la competencia por la calidad. Presupuestos de 20 millones de dólares por una hora de producción han dejado de ser excepcionales.
Y los ganadores de esa batalla competitiva serán quienes dispongan en principio de una base más amplia de clientes, con independencia del origen de estos, ya sean de distribuidoras de libros o de bienes y servicios digitales, como Amazon y Apple. Son también las empresas que no por casualidad disponen en la actualidad de mayor capacidad inversora para imponer sus criterios en el conjunto de la industria del entretenimiento.
Por eso seguirán produciéndose movimientos empresariales de alcance con el fin de asegurar no solo la necesaria eficiencia en la producción, sino el más relevante control de los contenidos y de la distribución. Netflix es el caso hoy por hoy más representativo: sin nada que ver con los orígenes de la industria, se ha convertido en el principal actor e inversor de ella. La competencia cada día más agresiva de Amazon acelerará la obsolescencia de las compañías distribuidoras tradicionales y presionará para la transformación de las productoras. Las reglas han cambiado, y esa primacía del suscriptor frente al espectador tradicional seguirá obligando a la mejora de la calidad y a la atención a preferencias cada día más homogéneas.
El resultado final de esa deriva está por ver. Sí es posible anticipar el liderazgo estadounidense y la tendencia a la concentración de la oferta. Que el consumidor sea por el momento beneficiario de esta transformación no significa que sea bueno el excesivo control de la oferta. La continuidad de la tensión innovadora, la diversidad de la oferta creativa, dependerá de las posibilidades de entrada en un sector fundamental no solo desde un punto de vista económico, sino también cultural y político.
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