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Tribuna
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Lo más Trump que ha hecho Trump hasta ahora

El comercio internacional está diseñado para evitar depredaciones de personajes como el presidente

Paul Krugman

Entre economistas y directivos empresariales existe un consenso casi universal en que los aranceles al acero y al aluminio que ha propuesto Donald Trump son una mala idea, y que la guerra comercial más amplia que esos aranceles podrían desencadenar sería muy destructiva. Pero las posibilidades de evitar semejante desastre político son pocas, porque este es el ejemplo por excelencia de Trump haciendo de Trump.

De hecho, se podría decir que los aranceles son lo más Trump que Trump ha hecho hasta ahora. Al fin y al cabo, el comercio (como el racismo) es un tema en el que Trump se ha mostrado extremadamente congruente a lo largo de los años. Lleva décadas despotricando contra otros países que, según él, perjudican a Estados Unidos al aprovecharse de sus fronteras relativamente abiertas. Y aunque sus opiniones se basen en un conocimiento nulo de los temas o incluso de los datos básicos, el trumpismo es eso: una beligerante ignorancia, en todo.

Un momento, hay más. Hay una razón por la que tenemos acuerdos de comercio internacional, y no es para protegernos de las prácticas abusivas de otros países. El verdadero objetivo, por el contrario, es protegernos de nosotros mismos: limitar la política basada en intereses especiales y la corrupción descarada que solía reinar en la política comercial.

Sin embargo, los trumpócratas no consideran que la corrupción y el régimen de los intereses especiales sean problemas. Podría decirse que el sistema de comercio mundial está, en buena medida, diseñado específicamente para impedir que personas como Trump tengan demasiada influencia. Normal que él quiera echarlo abajo.

Algunos antecedentes: al contrario de lo que algunos parecen creer, los libros de texto de economía no dicen que todos salgan ganando con el libre comercio. Por el contrario, la política comercial supone conflictos de interés muy reales. Pero estos se dan abrumadoramente entre grupos de un mismo país, no entre países. Por ejemplo, una guerra comercial contra la Unión Europea empobrecería a Estados Unidos en su conjunto, incluso si la UE no tomase represalias (aunque lo haría). Sin embargo, beneficiaría a algunos sectores que soportan una dura competencia europea.

Y esta es la cosa: los pequeños grupos que se benefician del proteccionismo tienen a menudo más influencia política que los grupos más grandes que salen perjudicados. Por eso el Congreso solía aprobar sistemáticamente leyes comerciales destructivas, que culminaron con la infame ley Smoot-Hawley aprobada en 1930: suficientes congresistas se dejaron sobornar, de un modo u otro, para aprobar una ley que casi todos sabían que era mala para el conjunto del país.

Sin embargo, en 1934, Franklin D. Roosevelt estableció un nuevo planteamiento de la política comercial: los tratados recíprocos con otros países, en los que intercambiábamos reducción de aranceles a sus exportaciones por reducción de aranceles a las nuestras. Este sistema introdujo un nuevo conjunto de intereses especiales, los exportadores, capaces de ofrecer un contrapeso a la influencia de los intereses especiales que buscaban protección.

El sistema de acuerdos recíprocos establecido por Roosevelt condujo a un rápido retroceso de la ley Smoot-Hawley, y después de la guerra desembocó en una serie de tratados comerciales mundiales, creando un sistema de comercio mundial que actualmente está supervisado por la Organización Mundial de Comercio. De hecho, Estados Unidos rehízo la política comercial mundial a su propia imagen. Y funcionó: los acuerdos mundiales que evolucionaron a partir del método de aranceles recíprocos redujeron en gran medida los tipos arancelarios en todo el mundo, al tiempo que establecieron normas para impedir que los países se desdijesen de sus propios compromisos.

El efecto total de la evolución del sistema mundial de comercio ha sido muy saludable. La política arancelaria, antes uno de los aspectos más sucios y corruptos de la política en Estados Unidos y en otros países, se ha vuelto notablemente (aunque no perfectamente) limpia. Y yo añadiría que los tratados de comercio mundiales son un ejemplo asombroso y alentador de cooperación internacional efectiva. En ese sentido, realizan una aportación real, aunque difícil de medir, a la gobernanza democrática y a la paz mundial.

Pero entonces llegó Trump.

En virtud de la ley comercial de Estados Unidos, redactada en consonancia con nuestros acuerdos internacionales, el presidente puede imponer aranceles bajo ciertas condiciones estrictamente definidas. Pero los aranceles al acero y al aluminio, justificados con un llamamiento obviamente falso a la seguridad nacional, claramente no pasan el examen.

De modo que, a efectos prácticos, Trump está infringiendo la ley estadounidense y mandando al cuerno el sistema mundial de comercio. Y si esto se intensifica hasta convertirse en una guerra comercial a gran escala, volveremos a los malos tiempos. La política arancelaria volverá a estar regida por el tráfico de influencias y el soborno, sin prestar atención al interés nacional.

Pero eso no va a preocupar a Trump. Después de todo, ahora tenemos básicamente una Agencia de Protección Medioambiental gobernada en nombre de los contaminadores, un Departamento de Interior dirigido por gente que quiere saquear el territorio federal, un Departamento de Educación dirigido por el sector de los colegios privados, y así sucesivamente. ¿Por qué iba a ser distinta la política comercial?

Es cierto que a muchas grandes empresas y muchos ideólogos del libre mercado, que creían tener a Trump de su lado, les horrorizan las medidas comerciales que está tomando. ¿Pero qué esperaban? Nunca ha habido ninguna buena razón para pensar que la política comercial estaría a salvo de las depredaciones de Trump.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2018.

Traducción de News Clips.

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