Juego del ultimátum del Brexit
Para evitar resoluciones catastróficas se precisa que Reino Unido admita el lío en que está
Será antes de Navidad, los días 14 y 15 de diciembre. Los líderes de la UE decidirán qué están realmente dispuestos a negociar con Reino Unido. Antes, los británicos habrán tenido que especificar cuánto y cómo pagarán por compromisos presupuestarios pendientes. De lo contrario, parece que no habrá más que hablar. El Brexit pasaría entonces de ser un tira y afloja a convertirse en un conflicto serio.
Los empresarios británicos temen ese escenario como a una vara verde. Han venido observando y estimando pérdidas actuales y potenciales y saben que cualquier desenlace desorganizado sólo puede multiplicar el desastre. Han seguido con angustia —a pesar de las obvias diferencias en el planteamiento político— la sangría que ha supuesto para la economía catalana una vía de ruptura unilateral y la asemejan a las consecuencias de una salida de la UE fría y sin paliativos diplomáticos.
El Brexit se ha convertido en ultimátum recíproco descabellado. La teoría económica estándar sostenía que quien ostenta el poder de monopolio lo ejercerá en su propio beneficio en la medida que le sea posible. Sin embargo, la economía del comportamiento ha desafiado a la convencional, proponiendo juegos como el del ultimátum. En el mismo, un proponente ofrece una cantidad de dinero a un potencial receptor. Si éste acepta, cada uno recibe lo propuesto por el oferente. Si el receptor no acepta, ninguno de los jugadores recibe cantidad alguna. La evidencia experimental indica que los jugadores tratarán de acercarse más a situaciones altruistas o, al menos, de menor desigualdad ¿Por qué no parece entonces que en las conversaciones sobre el Brexit se busque evitar el peor desenlace?
Parte del problema está en que Reino Unido camina como un rey desnudo. El gobierno británico cree que es el proponente en el juego pero, en realidad, se ha convertido en el receptor. Comenzaron haciendo temblar los cimientos de la UE y eructando prepotencia y supremacía para darse cuenta —con el tiempo y ante el estupor de los empresarios de las islas y desde la evidencia de la mayor parte de datos y previsiones económicas— de que el barco del Brexit no los llevaba a la ruta de la seda ni de las Indias sino a un Helheim nórdico. A morir entre el fuego.
Para evitar resoluciones tan catastróficas se precisa que Reino Unido reconozca el embrollo en el que está. Aunque gran parte de la clase dirigente británica está por la labor, quienes sostienen a Theresa May (cada vez menos) no contemplan humildad alguna. El actual planteamiento político del Brexit parece un caso en el que la teoría clásica económica se cumpliría y el egoísmo se impondría. No habría altruismo ni deseo de reciprocidad por el bien de los ciudadanos. De momento, el ultimátum de la UE —que da dos semanas a Reino Unido para deshojar la margarita presupuestaria— es mucho más creíble que el de Downing Street, desde donde se sugiere que en marzo de 2019 se activa una independencia comercial de color de rosa: strawberry fields forever.
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