España, 1992: el asombro de un país ante el tren que ‘volaba’ bajo
Las crónicas de hace 25 años reflejan una sociedad eufórica ante el vuelco en las infraestructuras que supuso la alta velocidad
La Alta Velocidad Española (AVE) se hizo realidad un 21 de abril de 1992 en coincidencia con la apertura de puertas de la Exposición Universal de Sevilla. 471 kilómetros de línea férrea, 31 viaductos, 17 túneles bajo Sierra Morena y una inversión total de 446.327 millones de pesetas (2.692 millones de euros) eran solo algunas de las cifras que la prensa recogía.
El entonces ministro de Transportes, el socialista Josep Borrell, calificó los trabajos iniciados dos años y medio atrás como "la segunda gran obra de ingeniería civil en Europa después del canal de la Mancha". Hubo que capear, eso sí, el debate sobre la elección de Sevilla como primer destino de la alta velocidad en detrimento de Barcelona, que acogía ese año los Juegos Olímpicos. La cuestión se zanjó como una decisión política basada en el necesario espaldarazo económico al sur de España y se anunció que el AVE Madrid-Barcelona sería la siguiente prioridad.
La experiencia de viajar a 300 kilómetros por hora fue uno de los aspectos más llamativos de la nueva infraestructura en el viaje de prueba que el ministro y otros cargos públicos realizaron junto con periodistas. Eso, la vigilancia durante todo el trayecto y que, incluso a esa velocidad, el traqueteo del tren era ya historia (la insólita velocidad no impedía la lectura de periódico a bordo, según reseñaban en su crónica Belén Cebrián y Santiago Carcar). (Ver página en PDF)
El 15 de marzo de 1992 se pusieron por primera vez a la venta los billetes para viajar en AVE y ese día ya había confirmadas 170.000 reservas. A falta de compra online y por teléfono, la única forma de adquirir un pasaje era a través de las agencias de viajes o en la estación de Chamartín (Madrid). La tarifa más económica (valle) suponía en clase turista 6.000 pesetas (36 euros), 8.400 (50 euros) en preferente y 11.200 (67 euros) en clase club. En hora punta, el arco iba desde las 8.400 pesetas a las 16.500 (99 euros). Seis trenes cubrirían cada día el trayecto Madrid-Sevilla con ocho vagones y capacidad para 329 viajeros.
En EL PAÍS Semanal del 12 de abril de 1992, un extenso reportaje de Julia Luzán con fotos de Chema Conesa daba cuenta de las novedades con las que los viajeros del "tren que vuela bajo" iban a encontrarse, entre ellas un salón para ocho personas con tarifa de clase preferente. "El colmo de la sofisticación", detallaba el pie de foto.
Aún no existían vagones de silencio ni teléfonos móviles, pero sí la opción de comunicarse con el exterior desde un teléfono público de esos azules que colgaban entonces de las paredes. Y quien quería trabajar en ruta podía hacerlo, pero con máquina de escribir o bolígrafo (ver vídeo que encabeza este artículo). Los ordenadores portátiles de la época pesaban demasiado.
Una semana antes de la apertura al público, el vicepresidente del Gobierno del PSOE Narcís Serra estrenó oficialmente el trayecto junto a representantes de todos los ministerios y con una carga de profundidad política bajo el brazo: "Todos los españoles deberían estar orgullosos de que el AVE haya empezado por la ruta Madrid-Sevilla", proclamó con su acento catalán ante la multitud que se agolpaba en la estación de Santa Justa. La crónica de Anabel Díaz daba cuenta del entusiasmo del público asistente: "Una vez más, qué bien responde este partido", celebraba un dirigente socialista sevillano (Ver página en PDF).
La puesta de largo definitiva del AVE contó con la presencia de la Familia Real al completo, desplazada a Sevilla (salvo la infanta Elena, que vivía allí) para la ceremonia de apertura de la Expo. Fue en el trayecto hasta Madrid cuando el rey Juan Carlos y el príncipe de Asturias se pusieron durante un rato a los mandos.
Pese al entusiasmo general y el alud de reservas, el primer viaje regular que el AVE realizó entre Madrid y la capital andaluza se hizo con 100 asientos vacíos, y así quedó constatado en la portada de EL PAÍS del día siguiente. Con todo, no faltó la impaciencia de los pasajeros y el asombro general ante la sensación de ver pasar un paisaje desintegrado en el que era difícil distinguir a las vacas de los cerdos. Como resumía en su crónica Ignacio Carrión, "le embargaba a uno la sensación de estar deslizándose sobre rodamientos engrasados con billetes de banco".
Pero no todo relucía con la misma intensidad. La estación de Atocha, que sufrió una profunda reforma para adaptar las instalaciones al servicio de alta velocidad, comenzó a acusar enseguida los efectos de las prisas. Un aguacero de finales de mayo provocó goteras e inundaciones para sorpresa de los viajeros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.