Previsibles con cintura
La pregunta es cuánto tiempo aguantará Goldman Sachs en la esfera de Trump
Después de meses de zozobra, el mundo económico ha descubierto por fin quien mandará al lado o detrás de Donald Trump: Goldman Sachs. Nadie puede extrañarse. El retrato paródico presenta a Goldman como una secta poderosa, ubicua e impermeable al poder político. Dicen, o susurran, que siempre juega con sus propias reglas; pocas veces se equivoca, nunca retrocede y es capaz de extraer ganancias de países en crisis, de mercados florecientes, de situaciones ambiguas o de catástrofes financieras. Jugará a favor de la autorregulación bancaria si es necesario o de la regulación externa si le conviene, siempre desde el lado de Wall Street. Porque si se admite la distinción clásica entre Wall Street y Main Street, Goldman se alinea con los primeros. Se arrimó a Obama y ahora se acerca a Trump. Goldman es en la economía contemporánea lo que fueron los templarios para las Cruzadas, los jesuitas para el Papado en el siglo XVII o el Opus Dei en el XX. Donde esté Goldman las posibilidades de éxito se duplican o triplican y esto lo sabe Trump como lo sabían sus antecesores. En suma, hay una red mundial además de Internet: el banco de inversión que preside Lloyd Blankfein como una especie de Papa Negro.
Las caricaturas son inexactas y deforman la realidad, pero no la desmienten. Casi siempre son divertidas pero en algunos momentos llegan a ser perjudiciales. Por eso Goldman pretende cambiar su imagen, aunque probablemente no lo consigan a corto plazo. Goldman es un referente para los mercados porque si bien mantiene líneas de presión inmutables (la desregulación financiera, por ejemplo), es muy dúctil para adaptarse a políticas económicas diversas o adversas. Además de las excelencias de su famosa política de selección de personal, Goldman ha interiorizado con gran eficacia que en el universo de la banca de inversión tan rentable es una política monetaria restrictiva como una expansiva, un plan de control del gasto como una estrategia de expansión fiscal, el comercio global como el proteccionismo selectivo. Precisamente el desafío del grupo es convivir con el cierre de fronteras (quizá más estridente que efectivo) que planea Trump.
Pero hay un problema que bien podría definirse como nominalista. La proximidad de Trump y Goldman descarta la etiqueta de populismo colgada en los trajes sin forma del nuevo presidente. Para ser exactos, descarta el rótulo de populismo económico. En el ámbito de la política económica, el orden tutelado por Goldman se parecerá mucho, dentro de las fronteras, a la penosa economía vudú de Reagan: bajadas de impuestos, exenciones fiscales, desregulaciones de todo tipo (financiera, energética, medioambiental) y confianza extrema en el trickle-down, es decir, en la suposición de que cuanto más ganen las empresas y aumenten los beneficios de las rentas más altas, más abundantes serán las migajas que escurran hacia las clases medias y bajas. Esto no es populismo, claro; es una regresión a los años más opacos de la economía estadounidense, a cuya sombra, alargada por los Bush y consentida por Clinton, se ha fraguado el crash de 2007.
Ahora bien, la pregunta es cuánto tiempo aguantará Goldman en la proximidad de Trump. Que sus peones, alfiles y torres se alineen en el tablero con las fichas negras no significa que la Reina no tenga sus propios intereses. Cualquier transacción o mercado exige una racionalidad mínima sin la cual la operativa es imposible. Esa racionalidad mínima rechaza la arbitrariedad o, mejor aún, aunque sea un oxímoron, la arbitrariedad sistemática. No caben negocios en un caos gobernado por el impulso momentáneo, el capricho xenófobo o el uno contra todos. Y este es, por los indicios conocidos, el camino elegido por Trump.
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