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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Para comprender la economía hay que alzar la mirada

Hace poco escuché al ex director general de la Organización Internacional del Comercio Pascal Lamy parafrasear un proverbio budista clásico en que Huineng, sexto patriarca budista de China, dice a la monja Wu Jincang: “Cuando el filósofo apunta a la Luna, el necio le mira el dedo”. Lamy añadía que “la economía de mercado capitalista es la luna. La globalización es el dedo”.

Ahora que en Occidente va en ascenso el sentimiento antiglobalización, este ha sido un año de mucho mirar dedos. En el referendo del Brexit de Reino Unido, los “pequeños ingleses” (o “Little Englanders”) votaron por abandonar la UE, y en Estados Unidos Donald Trump ganó la presidencia porque convenció a suficientes votantes de Estados cruciales de que “volvería a hacer grande a Estados Unidos”, no en menor medida negociando “acuerdos” de comercio muy distintos para el país.

Orientémonos considerando cómo se ve hoy la luna de la política económica, especialmente con respecto al crecimiento y la igualdad. Para comenzar, la innovación tecnológica en áreas como el procesamiento de la información, la robótica y la biotecnología sigue acelerándose a un ritmo notable. Pero el crecimiento de la productividad en los países del Atlántico Norte ha caído desde el 2% al que nos habíamos acostumbrado desde 1870 a cerca del 1% actual. El aumento de la productividad es un importante indicador económico porque mide la reducción interanual de los recursos o la fuerza de trabajo necesarias para alcanzar el mismo nivel de producción económica.

Todo sugiere que estamos viviendo un crecimiento de la productividad, mal repartido entre la población

Robert J. Gordon, economista de la Northwestern University, sostiene que las innovaciones verdaderamente transformadoras que han impulsado el crecimiento económico (la electricidad, la aviación, los sistemas modernos de aguas, y así siguiendo) ya han agotado su potencial, y que no deberíamos esperar que el crecimiento prosiga indefinidamente. Casi con toda seguridad se equivoca: las innovaciones transformadoras cambian o redefinen de manera fundamental la experiencia vivida, lo que significa que a menudo quedan en una dimensión fuera del alcance de las formas convencionales de medir el crecimiento económico. Dado el ritmo actual, es razonable esperar que surjan otras innovaciones transformadoras.

Los índices del crecimiento de la productividad o el valor añadido de la tecnología incluyen solamente la producción y el consumo basados en el mercado. Pero la riqueza material de una persona no es sinónimo de su verdadera riqueza, es decir, la propia libertad y capacidad de llevar una vida plena. Gran parte de nuestra verdadera riqueza se constituye en los hogares, donde podemos combinar elementos sociales, informacionales y temporales ajenos al mercado con bienes y servicios de mercado para alcanzar diferentes fines de nuestra propia elección.

Si bien los indicadores estándar muestran un descenso del alza de la productividad, todos los demás índices sugieren un verdadero crecimiento, por las sinergias entre bienes y servicios del mercado y las tecnologías de la información y la comunicación emergentes. Pero cuando los países con economías de bajo crecimiento no educan suficientemente a sus poblaciones, casi todos quienes se encuentran por debajo del quintil de ingreso superior no logran acceder a las ganancias reflejadas por el crecimiento económico, pero aun así se benefician de las nuevas tecnologías que pueden mejorar sus vidas y su bienestar.

El reto de gestionar el comercio mundial no nos debe distraer de la tarea, más amplia, de administrar el capitalismo

Como señalara el economista Karl Polanyi en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, si un sistema económico promete crear prosperidad para todos pero parece beneficiar solamente al 20% superior de la población, ha decepcionado la vasta mayoría de las expectativas de los participantes económicos. Y, por su parte, la economía de mercado capitalista no ha hecho realidad el cada vez más asequible estilo de vida de los años ochenta que tantos esperaban de él.

En lugar de ello, en los últimos 30 años ha surgido una “superclase” que ejerce un poder económico relativo incluso mayor que los de los capitalistas sin escrúpulos del siglo XIX. Sin embargo, sigue habiendo poca claridad sobre los factores que contribuyeron a su ascenso y su poder indebido.

Otras zonas del mundo, como China, India y algunos países del Pacífico, han alcanzado (o lo harán pronto) la productividad y prosperidad de los países del Atlántico Norte. El resto del mundo no se les está quedando mucho más a la zaga, pero tampoco está cerrando la brecha, lo que implica que algunos países seguirán indefinidamente a una buena distancia.

Las características que menciono son todas partes integrantes de nuestra proverbial luna de la economía de mercado capitalista. A medida que se desarrolla e interactúa con las fuerzas sociales, políticas y tecnológicas, crea euforia y, al mismo tiempo, sufrimiento. La globalización es una pieza de un rompecabezas mayor: si bien es importante que encontremos la mejor manera de gestionar el sistema de comercio global, hacerlo no puede reemplazar el reto mucho mayor de gestionar el propio capitalismo.

Si nos centramos en acuerdos de libre comercio individuales, sea los que están ya en vigor o aquellos que se hayan propuesto, o en cerrar las fronteras nacionales a los inmigrantes, estamos mirando el dedo y perdiendo de vista la luna. Si lo que queremos es comprender la trayectoria de la economía global, es necesario alzar la mirada.

J. Bradford DeLong, exasistente del secretario del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador de la Oficina Nacional de Estudios Económicos.

© Project Syndicate, 2016.

www.project-syndicate.org

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