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Columna
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La perplejidad ante el populismo

Los demócratas deben hacer autocrítica, no fingir que radicalizar su mensaje resolverá sus problemas

Paul Krugman
Mitin a favor de Donald Trump en Richmond, en Virginia (EE UU).
Mitin a favor de Donald Trump en Richmond, en Virginia (EE UU).Joshua Roberts (Reuters)

Hillary Clinton ganó las elecciones del pasado día ocho por más de dos millones de votos, y probablemente sería presidenta si el director del FBI no hubiese desvirtuado tanto las elecciones, tan solo unos días antes de que se celebraran. Pero la votación ni siquiera debió haber estado reñida; lo que le dio una sorprendente ventaja a Donald Trump fue el apoyo mayoritario de los blancos sin educación superior. ¿Qué pueden hacer los demócratas para volver a ganarse al menos a algunos de esos votantes?

No hace mucho, Bernie Sanders daba una respuesta: los demócratas deberían "trascender la política de la identidad". Lo que hace falta, según él, son candidatos que "planten cara a Wall Street, a las empresas aseguradoras, a las farmacéuticas, y al sector de los combustibles fósiles".

Pero ¿hay alguna razón para creer que esa estrategia funcionaría? Permítanme exponer algunos motivos para dudarlo. Primero, una reflexión general: cualquiera que afirme que cambiar de postura servirá para ganar elecciones da por sentado que los ciudadanos conocerán esas posturas. ¿Cómo va a ocurrir eso, si la mayoría de los medios de comunicación se niegan a informar sobre asuntos políticos fundamentales? Recuerden que, en el transcurso de la campaña de 2016, las tres cadenas de noticias (CNN, Fox News y MSNBC) dedicaron, entre todas, un total de 35 minutos a asuntos políticos. Por otra parte, dedicaron 125 minutos a los correos electrónicos de Hillary Clinton.

Aparte de eso, el hecho es que los demócratas ya han intentado sacar adelante medidas que son mucho mejores para la clase trabajadora blanca que cualquier otra cosa que ofrezca el otro partido. Piensen en el este de Kentucky, una región con mucha población blanca que se ha beneficiado enormemente de las iniciativas de la era de Obama. Fíjense, en concreto, en el caso del condado de Clay, declarado hace unos años por el New York Times el lugar de Estados Unidos donde más difícil era la vida. Sigue siendo muy difícil, pero al menos ahora la mayoría de sus habitantes tienen seguro médico: según cálculos independientes, el porcentaje de personas sin seguro se ha reducido del 27% en 2013 al 10% en 2016. Eso ha sido fruto de una ley que Clinton prometía preservar y ampliar, pero que Trump prometió destruir.

Trump consiguió el 87 % de los votos en el condado de Clay.

Ahora bien, me podrían decir que los seguros médicos están bien, pero que lo que la gente quiere es un buen trabajo. Hay varias cuencas carboníferas en el este de Kentucky, y Trump, a diferencia de Clinton, ha prometido recuperar los puestos de trabajo del sector minero. (Adiós a la idea de que los demócratas necesitan un candidato que plante cara al sector de los combustibles fósiles).

Sin embargo, es una promesa sin sentido. ¿Adónde se han ido los puestos de trabajo de las minas de carbón de los Apalaches? No se han perdido por la competencia desleal de China ni de México. Al contrario, van erosionándose desde hace décadas a medida que la producción carbonífera estadounidense ha pasado de las minas subterráneas a las explotaciones a cielo abierto (que requieren muchos menos trabajadores). El empleo en el sector del carbón alcanzó su punto máximo en 1979, pero cayó rápidamente durante la época de Reagan, y en 2007 se había reducido a menos de la mitad. Nada de esto es reversible.

¿Es el caso de esta antigua región carbonera una excepción? Lo cierto es que no. A diferencia del declive del carbón, parte de la caída del empleo en el sector manufacturero puede atribuirse al aumento del déficit comercial, pero incluso en este caso, se trata solo de una pequeña parte de la historia. Nadie puede prometer de manera creíble la recuperación de los antiguos puestos de trabajo; lo que sí se puede prometer —y Clinton lo hizo— son cosas como una asistencia sanitaria garantizada y un salario mínimo más alto. Pero los blancos de clase trabajadora han votado mayoritariamente a políticos que prometen destruir esos logros.

¿Qué es lo que ha pasado aquí? En parte, puede que la respuesta sea que Trump no ha tenido reparos en mentir sobre lo que podía lograr. De haber sido así, es posible que se produzca una reacción violenta cuando los puestos de trabajo en los sectores del carbón y la industria no regresen, y los seguros médicos desaparezcan. Pero puede que no. Tal vez, el Gobierno de Trump logre conservar a sus seguidores, pero no mejorando su calidad de vida, sino alimentando su resentimiento.

Porque, seamos serios: no se pueden explicar los votos de sitios como el condado de Clay diciendo que son una respuesta a las discrepancias en materia de política comercial. La única forma de encontrarle un sentido a lo que ha pasado es ver el voto como una expresión de, bueno, la política basada en la identidad; una mezcla de resentimiento blanco contra lo que los votantes consideran favoritismo hacia los no blancos (aunque no lo sea) y cólera de los menos cultos hacia las élites progresistas que, según creen ellos, los miran por encima del hombro.

Para ser sincero, no comprendo del todo ese resentimiento. En concreto, no sé por qué un desdén progresista imaginado inspira mucha más cólera que el muy real desdén de los conservadores, que ven la pobreza de sitios como el este de Kentucky como un reflejo de la ineptitud personal y moral de sus habitantes. Sin embargo, una cosa está clara: los demócratas tienen que averiguar por qué la clase trabajadora blanca acaba de votar mayoritariamente en contra de sus propios intereses económicos, y no fingir que un poco más de populismo resolverá el problema.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2016.

Traducción de News Clips.

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