¿Quién ha dañado la política?
Durante el Gobierno de Bush se produjeron escándalos sobre los que nadie pidió cuentas
Que sepamos, Paul Ryan, el presidente de la Cámara de Representantes —y líder de lo que queda del sistema republicano— no es racista ni autoritario. Sin embargo, está haciendo todo lo posible por convertir a un racista autoritario en el hombre más poderoso del mundo. ¿Por qué? Porque así podría privatizar Medicare y bajarles drásticamente los impuestos a los ricos. Y eso, en resumen, explica lo que le ha pasado al Partido Republicano y a Estados Unidos.
Estas han sido unas elecciones en las que, cada semana, se ha quebrantado alguna antigua norma de la vida política estadounidense. Ahora tenemos a un candidato de un partido importante que se niega a hacer públicas sus declaraciones de la renta, a pesar de las enormes dudas que pesan sobre sus negocios. Repite sin parar afirmaciones que son completamente falsas, como la de que el índice de criminalidad es más alto que nunca, cuando, de hecho, está cerca del mínimo histórico. Sus propias palabras lo retratan como un depredador sexual. Y hay muchísimo más.
En el pasado, cualquiera de esas cosas habría descalificado a un candidato a la presidencia. Pero los dirigentes republicanos se limitan a encogerse de hombros. Y mostraron su alegría cuando James Comey, director del FBI, rompió con la norma establecida y desvirtuó en gran medida las elecciones; si Hillary Clinton gana a pesar de todo, han dejado claro que intentarán impedir cualquier nombramiento del Tribunal Supremo, y ya se habla de proceso de destitución. ¿Por qué razón? Ya encontrarán algo. ¿Y cómo es que se han destruido todas nuestras normas políticas? Una pista: todo empezó mucho antes de Donald Trump.
Por un lado, los republicanos decidieron hace mucho tiempo que todo valía en el intento de deslegitimar y destruir a los demócratas. Quienes somos lo bastante mayores para recordar la década de 1990, también recordamos la serie interminable de acusaciones lanzadas contra los Clinton.
Nada era demasiado inverosímil para que se hablase de ello en la radio y se le diese pábulo en el Congreso y los medios de comunicación conservadores: ¡Hillary mató a Vince Foster! ¡Bill era narcotraficante! Nada era demasiado trivial para dar pie a audiencias en el Congreso: 140 horas de declaraciones sobre un posible mal uso de la lista de felicitaciones de Navidad de la Casa Blanca. Y, por supuesto, siete años de investigación sobre una transacción inmobiliaria fallida. Cuando Hillary Clinton hizo su famosa declaración sobre una “inmensa conspiración de la derecha” destinada a minar la presidencia de su marido, no exageraba; tan solo describía una realidad evidente.
Y como las acusaciones relacionadas con escándalos demócratas, por no mencionar las “investigaciones” del Congreso que partieron de una presunción de culpabilidad, se habían convertido en la norma, la mera idea de mal comportamiento independiente de la política desapareció: el reverso de la persecución obsesiva del presidente demócrata fue la negativa absoluta a investigar hasta las fechorías más evidentes de los presidentes republicanos.
Durante el gobierno de George W. Bush, se produjeron varios escándalos reales, desde lo que parecía una purga política en el Departamento de Justicia hasta los engaños que nos llevaron a invadir Irak; nunca se obligó a nadie a rendir cuentas.
La erosión de las normas continuó tras la llegada de Obama a la presidencia. Se ha tropezado con una obstrucción total a cada paso; con chantajes por el tope de la deuda; y ahora, con la negativa a que se celebren siquiera audiencias sobre su candidato para cubrir una vacante del Tribunal Supremo.
¿Cuál era el objetivo de este ataque contra los acuerdos y normas implícitos que necesitamos para que la democracia funcione? Bueno, cuando Newt Gingrich paralizó el gobierno en 1995, lo que intentaba era —¿lo adivinan?— privatizar Medicare. La ira contra Bill Clinton reflejaba en parte el hecho de que les había subido un poco los impuestos a los ricos.
En otras palabras, los dirigentes republicanos se han pasado las dos últimas décadas haciendo exactamente lo que gente como Ryan hace ahora: destrozar las normas democráticas a fin de obtener beneficios económicos para su clase donante.
Así que, en realidad, no debería sorprendernos demasiado que Comey, que resulta que es ante todo un republicano, y no tanto un funcionario, haya decidido convertir su puesto en un arma en vísperas de las elecciones; es lo que los republicanos han estado haciendo en todas partes. Y no debería sorprendernos lo más mínimo que los escabrosos defectos personales de Trump no lo hayan distanciado de los dirigentes del sistema republicano: hace mucho que decidieron que los escándalos son solo cosa de demócratas.
A pesar del abuso de poder por parte de Comey, es probable que Clinton gane. Pero los republicanos no lo aceptarán. Cuando Trump proteste furiosamente contra las “elecciones amañadas”, espérense como mucho un desacuerdo silencioso por parte de un sistema republicano que, en el fondo, nunca acepta la legitimidad de la presencia demócrata en la Casa Blanca. E, independientemente de lo que haga Clinton, el bombardeo de falsos escándalos continuará, ahora acompañado de peticiones de destitución.
¿Se puede hacer algo para limitar los daños? Sería de ayuda que los medios de comunicación aprendiesen por fin la lección y dejasen de tratar las difamaciones republicanas como si fuesen noticias de verdad. Y también vendría bien que los demócratas consiguiesen el Senado, para que al menos se pudiese gobernar un poco.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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