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Columna
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La moral, la obediencia y la opacidad

Es impresdicible hallar en las instituciones a personas éticas que crean útil poner en práctica los valores

Un experimento diseñado por el psicólogo Stanley Milgram a comienzos de los años 60 sugiere que, bajo las órdenes adecuadas de autoridades percibidas como legítimas, la mayoría de los ciudadanos ordinarios podrían llegar a matar a sus semejantes anteponiendo la obediencia a la responsabilidad moral. El experimento, revivido en un biopic recientemente estrenado (experimenter), consistía en simular un sistema por el cual los sujetos debían administrar descargas eléctricas a un tercero (en realidad un actor) bajo la supervisión del científico que controlaba el experimento.

Esto parece ofrecer una explicación de las atrocidades cometidas por quienes sirven a regímenes políticos violentos y opresivos. De hecho, los experimentos de Milgram fueron contemporáneos al juicio del nazi Eichmann en Israel, que inspiró a la filósofa Hannah Arendt su conocida teoría de “la banalidad del mal”. Aun siendo responsable de la llamada “solución final”, Eichmann no apareció ante los ojos del mundo como el genio maligno que se esperaba. Al contrario, era un tipo normal, más bien gris, un gestor eficiente que sabía mover papeles siéndole indiferente que éstos contuvieran órdenes de deportación y exterminio.

Arendt y Milgram tienen bastante que decir sobre los grandes crímenes de la historia reciente, pero sus conclusiones no aplican sólo a genocidios y dictaduras. En un interesante documental sobre el infame escándalo empresarial de la gasística Enron (The Smartest Guys in the Room) se sugiere que, más allá del inaceptable comportamiento de los directivos, el experimento de Milgram puede servir para explicar la actitud de decenas de trabajadores (los traders) cuyas acciones diarias produjeron resultados nefastos para todos los interesados (stakeholders). Estos empleados no actuaban bajo coacción, y nadie les decía concretamente qué debían hacer, sino que se habían alineado por voluntad propia con una cultura corrupta generada mediante una combinación de competitividad extrema y desmedida ambición, la cual resultó más efectiva que cualquier sistema de órdenes directas.

En situaciones como ésta resuena otro experimento que, años después del de Milgram, llevó a cabo uno de sus más renombrados colegas, Philip Zimbardo. El profesor Zimbardo simuló en el campus de su universidad una pequeña prisión en la que internó a un grupo de estudiantes, la mitad actuando como presidiarios y la otra mitad como carceleros. Los comportamientos sádicos que sucedieron, y la manera en que los acontecimientos escaparon del control del propio científico, resultan espeluznantes cuando se piensa que tanto la selección de los sujetos como la distribución de papeles fueron totalmente aleatorias. La conclusión es desalentadora: en circunstancias institucionales determinadas, cualquier persona puede comportarse de forma abominable hacia sus semejantes adoptando la peor versión del papel que le ha tocado jugar.

En un mundo en el que la mayoría de los profesionales trabajamos en entornos institucionalizados esto nos dice algo sobre la ética profesional, y sobre sus problemas. Muchas de las decisiones que afectan a millones de personas se toman y ejecutan de manera cotidiana desde posiciones específicas dentro de instituciones concretas con culturas determinadas. Encontrar a la persona detrás de todas esas capas puede ser difícil. Pero también es imprescindible, para quien de verdad crea en la ética y en la potencia práctica de los valores.

Un buen primer paso sería evitar, en estas cuestiones, la referencia a sujetos indeterminados. Hablar, por ejemplo, de las grandes multinacionales, del sector financiero, o de los mercados, es ya un mal comienzo. En cuestiones éticas los nombres y apellidos funcionan mejor.

César Arjona es profesor titular ESADE Law School y doctor en Derecho por la Universidad de Cornell

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