El oro como respuesta defensiva
Depositar la confianza en el oro para el ahorro personal no es mucho más seguro que comprar el equivalente en trigo
La subida del precio del oro suele estar relacionada con dos parámetros decisivos. El primero es el bono estadounidense a 10 años y la relación es inversa: sube uno baja el otro. El segundo parámetro, menos nítido y más difícil de aprehender, es la percepción de tienen los mercados (inversores, agentes intermediarios) de la probabilidad de crisis a corto plazo. Cuando la probabilidad sube, la cotización del oro también lo hace. El lingote de otro no puede desprenderse del todo de esa descripción, tan cómoda como imprecisa, de valor refugio. En realidad, nadie sabe dónde está la frontera aproximada a partir de la cual los inversores empiezan a olvidarse de activos convencionales y empiezan a pensar en el oro como supuesto refugio.
Depositar la confianza en el oro para el ahorro personal no es mucho más seguro que comprar el equivalente en trigo, petróleo o seda cruda. Hay en favor del oro una cuestión que podría definirse como estadística: puesto que muchas personas le conceden el plusvalor de refugio, la probabilidad de desplome en un momento concreto de una crisis es menor que el de cualquier otro metal o activo. Pero cuando desaparece la percepción de crisis, momento que rara vez el ahorrador privado detecta con exactitud, la pérdida se produce igualmente. En todo caso, las oscilaciones en el precio del oro indican un aumento de la volatilidad asociado al crecimiento del recelo sobre su seguridad.
Nunca está de más insistir en que el oro es una materia prima más y en que el repunto áureo se debe a la debilidad estructural de la economía mundial. Los economistas discuten sobre si la economía global atraviesa por una fase de estancamiento persistente antes de iniciar una nueva etapa de crecimiento o si, como sostienen los menos optimistas, la era en la que el empleo ya no garantiza el bienestar personal y familiar ha irrumpido para quedarse. Así, la principal consecuencia de la crisis habría sido el situar las rentas salariales en un estrato cuantitativa y cualitativamente más bajo, puesto que gran parte de los ingresos de una parte de las clases medias ha caído hasta el mismo borde de la pobreza. Por el momento, el fenómeno del empobrecimiento apunta a convertirse en persistente. No sólo porque las tasas de crecimiento permanecen estancadas a efectos de mejoras sociales, sino porque cuesta mucho enderezar los patrones de crecimiento económico una vez que se han enquistado tras una recesión. Y en este caso el patrón universal, aunque muy acusado en algunos países como España, es empleo precario y rentas a la baja.
No deja de ser irónico que desde esta perspectiva uno de los daños colaterales más acusados sea la pérdida de utilidad de las estadísticas (también a efectos sociales) o, dicho de otra forma, la divergencia creciente entre la mejora económica agregada que pregonan (más crecimiento, menos paro) y la percepción que tienen los ciudadanos de rentas medias de su propia situación económica. Ya puede exhibir el Gobierno el triunfo de los grandes números que el asalariado y el inversor más consciente saben que los que hoy son decisivos son los pequeños números: desigualdad, caída global de rentas, desempleo persistente, empleo precario, inversión nula en mercados punta, baja productividad y perímetro de protección social que se contrae de forma persistente.
Esta percepción social, sea coyuntural o estructural, es coherente con el repunte del oro. Porque los núcleos de renta que ven como disminuyen sus expectativas a corto plazo tienden a buscar una sobreprotección para sus excedentes. La respuesta mimetiza la que se ha dado en otras recesiones; la cuestión ahora está en saber si será suficiente.
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