Retribuciones y buen gobierno
La regulación corporativa, que incluye las reglas para formar los consejos y el equilibrio de los órganos de poder en las empresas para que no se den situaciones de indefensión entre los accionistas, y las retribuciones de quienes gobiernan las compañías es una de las reformas pendientes de la economía española, tan importante al menos como las que supuestamente ha ejecutado el gobierno de Mariano Rajoy en los ámbitos financiero (dictada e impuesta desde Bruselas), pensiones o laboral. El buen gobierno de las empresas es el fundamento del buen funcionamiento de los mercados y contribuye a favorecer el crecimiento y la creación de empleo. Este postulado parece elemental, pero se olvida con demasiada frecuencia; se prefiere atribuir a “la recuperación” o a “los ajustes laborales” el 100% de los buenos resultados agregados de una economía, cuando es evidente que también existe una relación, y muy estrecha, con la gestión correcta del conjunto de las sociedades que operan en un país.
En España el buen gobierno de las empresas se ha encarrilado por la vía de las recomendaciones. Varios papeles, documentos o informes, siempre con nombre propio, han intentado convencer a los consejos y directos empresariales de la bondad de algunas reglas básicas de bienestar corporativo, desde la conveniencia de separar las funciones presidenciales y las ejecutivas día a día hasta la oportunidad de nombrar consejeros independientes (de los de verdad, de los que se buscan y nombran por métodos profesionales) para representar a los accionistas minoritarios o el perjuicio que causan los blindajes accionariales. En el catálogo de recomendaciones siempre suele haber un capítulo de preocupación salarial, resuelto mediante el recurso a una comisión de retribuciones.
Pero la cuestión es que son recomendaciones. Es verdad que se han dado pasos significativos a través de normas legales _por ejemplo, la obligación de detallar las retribuciones de los consejos_ pero está claro que todavía no hay claridad suficiente sobre las reglas de comportamiento de las empresas. Sin duda se avanzará con el tiempo, pero lo cierto es que hoy muchas de las recomendaciones no se siguen o simplemente se disfraza su ejecución. Si se sigue por este camino argumental, se llega a dos interrogantes básicos que, en estos momentos, tienen difícil respuesta. El primero es si se puede o se deben imponer por ley normas detalladas para configurar consejos y cuadros directivos que tiendan a la excelencia en el gobierno de las empresas. La hipótesis de la regulación detallada es vidriosa (o puede llegar a serlo) porque, por ejemplo, no faltarán gestores que arguyan que serán más eficaces si trabajan con gente conocida que con profesionales elegidos de forma aséptica a través de un head hunter. Esta comodidad vale para consejeros y directivos y puede extenderse a otras facetas de la gestión.
El segundo interrogante tiene que ver con la retribución de los directivos. Que se haya ampliado la distancia entre la retribución de los profesionales que dirigen las grandes empresas y los asalariados de las mismas no es un movimiento que se haya producido con la crisis; es tendencia que viene de antes. Con la crisis se ha agudizado. Pero en este punto cabe hacerse la misma pregunta anterior (¿debe intervenirse normativamente para imponer topes a los sueldos de consejeros y directivos?) complementada con otra que, en una economía capitalista, parece más cercana a la realidad (o al realismo): ¿disponen las empresas de modelos salariales efectivos para indexar las retribuciones a la evolución de la compañía, como el pago con acciones, de forma que sean los accionistas quienes modulen los sueldos y pensiones? Quizá esta fórmula u otras similares deberían explorarse a fondo e in extenso.
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