El beneficio de la catástrofe
El capitalismo debe favorecer al conjunto de la sociedad
La idea de que la sociedad de consumo (versión sociológica del término capitalismo) lo fagocita todo, desde la revolución hasta las enfermedades de transmisión sexual es tan antigua como el propio sistema económico. Al mercado todo le aprovecha. Las guerras promueven la prosperidad general (después de haberla arruinado, claro), la enfermedad engorda los beneficios de las farmacéuticas, la muerte es siempre un negocio seguro, las catástrofes naturales prometen beneficios considerables en la reconstrucción, el envejecimiento de la población estimula los fondos de pensiones y la siniestralidad, natural o artificial, el de los seguros, los delitos multiplican la avidez por la protección pagada y la obsesión por la apariencia (belleza, obesidad) se ha convertido en una mina de oro.
Todo esto es evidente, incluso redundante; así funciona la economía capitalista, sin pausas ni concesiones. Desde una perspectiva socialdemócrata lo relevante es poner este mecanismo de generación de beneficios en disposición de beneficiar al conjunto de la sociedad. Las inversiones en farmacia y ensayos clínicos, empujadas por la ganancia, deberían contribuir a erradicar las enfermedades más letales; y no sólo las enfermedades habituales en los países ricos, sino las que afectan a las zonas más pobres del planeta, lo cual implica algún tipo de corrección, mediante acuerdo, de la búsqueda del beneficio.
La reconstrucción que sigue a las catástrofes naturales no debería estar condicionada únicamente por la tasa de rentabilidad, aunque es evidente que las inversiones acuden allí donde el beneficio es rápido o seguro; el negocio de la seguridad es tan legítimo como la ansiedad de quien lo reclama, pero debe estar subordinado y limitado por el orden del Estado; y las pensiones privadas empiezan donde terminan las pensiones públicas garantizadas.
Este discurso genérico responde a un patrón de ingenuidad que, no obstante, está respaldado por algunos hechos bien conocidos. Cuando se rebasan ciertos límites se corre el riesgo de despertar reacciones sociales que acaban con los negocios.Un ejercicio sencillo de prospectiva concluiría que las oportunidades de rentabilidad y negocio en los próximos dos decenios van a estar en la medicina y en la robótica. La prospectiva conduce inevitablemente a la ciencia ficción, porque es fácil deslizarse hacia el entusiasmo tecnológico.
La biología y la medicina avanzada se benefician de la ansiedad del ciudadano por la salud; no es una ansiedad natural, sino que está exacerbada por un entorno hostil para la salubridad (desde la suciedad del aire hasta los aditivos alimentarios, pasando por las cargas de lo sedentario o las neurosis inducidas sobre las metaenfermedades sociales. En todo caso, el envejecimiento de la población supone un incentivo a la inversión en farmacia.La robótica y la inteligencia artificial se entrecruzan también como negocio y sci-fi. Por razones obvias —ayuda considerable al trabajo humano, liberación de tareas repetitivas— pero también por una cierta aureola evolutiva. No son pocos los que se preguntan por qué una persona no puede desarrollarse mejor en cuerpos prácticamente inmortales. Pero esa es otra historia, apta para que la desarrollen escritores que quieran ganar el Premio Hugo.
La cuestión ahora es si la innovación financiera y la tecnológica están orientadas a resolver los estrangulamientos más acuciantes de la sociedad contemporánea. Por ejemplo ¿hay suficiente inversión y expectativas de rentabilidad aplicadas a corregir el calentamiento global? Probablemente no. ¿Y para prevenir catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, sequías)? Probablemente tampoco. La mano invisible suele tardar en alinearse con las necesidades del conjunto. Y cuando lo hace, empieza por acudir a posteriori, como reparadora antes que como previsora. En todo caso, y en ausencia de una coordinación global, en una época de incertidumbre las líneas dominantes de la inversión para los próximos años están veladas.
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