Empezamos mal…
Ha comenzado la gran descompresión, y la posibilidad de crisis financiera se agudiza
El año ha comenzado con un estallido, pero no de los que les gusta oír a quienes celebran el Año Nuevo. Los mercados financieros están cayendo prácticamente en todo el mundo; el capital busca refugios; el superdólar, que supuestamente “no puede ser más fuerte de lo que es”, sigue subiendo; el petróleo y otras materias primas industriales continúan con perspectivas a la baja; los pronósticos económicos, en particular para los grandes mercados emergentes, empeoran casi a la misma velocidad a la que se deprecian sus monedas.
¿Por qué este pánico cuando, en realidad, no ha sucedido casi nada nuevo? La respuesta rápida es tal vez que a los mercados les gustan las anclas y cuando esas anclas desaparecen se quedan de inmediato a la deriva. La relativa estabilidad de los dos últimos años se basaba sobre todo en dos cosas: el mantenimiento de tipos de interés cero por parte de la Reserva Federal y la confianza en la capacidad de China para diseñar un aterrizaje suave. Ambas cosas han desaparecido, y los mercados están desquiciándose.
Primero, la Fed. La duda hamletiana que durante tiempo acosó a su Junta de Gobernadores se resolvió por fin el mes pasado, y así comenzó el final de más de cinco años de unos tipos de interés en mínimos históricos y, en teoría, el regreso a un entorno financiero más normal. Lo malo es que toda la matriz mundial de financiación pública y privada —literalmente billones de dólares de instrumentos financieros— estaba construida sobre esa plataforma de dinero hiperbarato. Al mismo tiempo que las empresas y los hogares en Estados Unidos se desapalancaban después de la crisis financiera, las empresas y los Gobiernos en el resto del mundo acumulaban deuda barata mucho más deprisa de lo que acumulaban ganancias o ingresos fiscales.
Por supuesto, todo el mundo sabía que, algún día, los tipos de interés —y por tanto los costes de endeudamiento— aumentarían, pero pocos inversores en busca de rendimientos ni empresas en busca de dinero barato pudieron resistirse a la tentación inmediata. Pues bien, ese “algún día” ha llegado, ha comenzado lo que podría denominarse la gran descompresión, y la posibilidad de crisis financiera se agudiza debido al ambiente mundial de crecimiento lento y deflación.
Por ejemplo, el Banco de Pagos Internacionales informa de que la ratio de apalancamiento de las empresas con sede en mercados emergentes no sólo aumentó espectacularmente, sino que superó a la de las empresas de mercados desarrollados por primera vez desde la gran recesión. Las empresas de los mercados emergentes —de Brasil, China, Turquía, México y otros países— acumularon deuda y perdieron rentabilidad; desde 2010, la ratio deuda/capital en las empresas de mercados emergentes pasó del 80% al 105%, mientras que el rendimiento del capital cayó de un máximo del 15% al 11%. Estas empresas están mal colocadas para la gran disolución, por lo que está garantizado algún tipo de crisis, aunque sólo sea porque, en su mayoría, no se han enfrentado nunca a ciclos crediticios globales.
Después está China. El crecimiento económico del país lleva varios años desacelerándose. En parte, la ralentización se debe al agotamiento del modelo basado en las exportaciones que transformó el país y lo convirtió en la segunda economía del mundo; y en parte, fue resultado de los esfuerzos del Gobierno para introducir las fuerzas del mercado, estimular el consumo en lugar del ahorro y reformar las empresas de propiedad estatal. Como consecuencia, la tasa de crecimiento anunciada oficialmente se situó alrededor del 6,5%, donde iba a permanecer, según insistió el presidente, Xi, hasta 2020.
Por desgracia, las cifras reales pueden ser muy inferiores, de acuerdo con diversos economistas, operadores, intermediarios y empresarios cuyos encargos han disminuido en paralelo a los precios de las materias primas y las importaciones chinas.
Pero la reducción del crecimiento y la caída de los precios de las materias primas no son nada nuevo. Lo que es nuevo es que China ha empezado el año con una inesperada devaluación de su moneda, varias intervenciones más bien torpes en las Bolsas, medidas fallidas de interrupción del mercado y nuevas restricciones a las ventas a grandes inversores, todo ello intercalado con la declaración de un alto regulador chino de que el sistema es “en general estable y saludable”. Un anuncio de este tipo suele ser casi siempre señal de que el barco se está hundiendo.
Para ser justos, las autoridades chinas tienen escasa experiencia en administrar los inmensos flujos de capital que hasta las menores oportunidades de arbitraje pueden desatar y que la imposición y el levantamiento periódico de restricciones estimulan sin remedio. Ahora bien, en noviembre, el Fondo Monetario Internacional elogió a esas mismas autoridades al aceptar el renminbi como una de las divisas de reserva del mundo, junto al dólar, el euro, la libra y el yen. Desde entonces se han devaluado tanto el renminbi como el sello de reconocimiento del FMI.
EE UU y China, juntos, representan un tercio de la economía mundial. En un mundo en el que EE UU está creciendo pero tiene considerable incertidumbre política y estratégica, y China está desacelerándose y también tiene incertidumbre estratégica (y quizá política), los mercados financieros no pueden ir demasiado bien. De hecho, la peligrosa atmósfera geopolítica —guerras en Oriente Próximo, migraciones masivas de refugiados, tensión en el Mar del Sur de China, enfrentamiento entre Arabia Saudí e Irán, entre otros— intensifica de forma inevitable el deseo de seguridad de los inversores. El círculo vicioso del dinero que huye del riesgo y con su huida aumenta el riesgo es ya uno de los temas de 2016, ya sea en China, Brasil, México o Rusia.
A corto plazo, esta situación beneficia probablemente a Estados Unidos, que sigue siendo el refugio más seguro de todos. Pero ni siquiera el crecimiento norteamericano podría sobrevivir a una sacudida financiera mundial, que es la espada de Damocles que pende sobre la economía global en este inicio del largo regreso a la normalidad.
Alan Stoga es asesor sénior en Kissinger Associates, Nueva York.
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