La erosión de la riqueza
En algunos países donde el crimen es una realidad cotidiana y está fuera de control, el coste de la seguridad es sencillamente inabordable
Los efectos de la criminalidad sobre el crecimiento económico no han sido evaluados hasta ahora no ya con precisión, sino ni siquiera en una cuantía aproximada. No es extraño; se trata de consecuencias esquinadas, difíciles de medir, salvo por estimaciones indirectas. Considérese que, por ejemplo, algo en teoría más fácil de cuantificar como es el dinero oculto o negro (bases imponibles no declaradas) apenas cuenta con aproximaciones parciales que se sustentan en parámetros adyacentes al propio cálculo económico o fiscal. La cantidad de 3,3 billones de dólares anunciada por el Instituto para la Economía y la Paz como coste mundial del crimen es más una hipótesis de trabajo “para empezar a discutir” que una estadística fiable. Es necesario contar con estadísticas fiables sobre la evolución en el tiempo de la criminalidad y la violencia para entender cuál es la mejor forma de enfrentarse a ella.
Por otra parte, no todo está claro en el análisis del delito económico. Las organizaciones criminales (Mafia, Camorra, etc.) funcionan como grandes generadores de dinero negro, mediante el comercio delictivo, que después tratan de blanquear con negocios legales o paralegales. Las estadísticas, por ejemplo las españolas, incorporan estimaciones sobre la riqueza o PIB que aportan el tráfico de drogas o la prostitución. Para la sociedad, el coste mayor de la violencia y el delito es el que se deriva de la prevención en las calles de robo o del crimen. En resumen, el coste de la seguridad. En algunos países donde el crimen es una realidad cotidiana y fuera de control, el coste es sencillamente inabordable. Implica no sólo un gasto excesivo en seguridad pública, que los gobiernos tienen que restar de otras partidas e inversiones, que resultan insuficientes a ojos vistas en sociedades como algunas de Latinoamérica y el Caribe, sino que las empresas asuman costes de seguridad privada, salarios más elevados para fichar directos o los costes de estragos e indemnizaciones.
Tal como se sugiere en M, la historia maestra de Fritz Lang, o en El Padrino, una solución tentadora para limitar los daños que causa la violencia es contar con una organización que ponga orden en el mundo del crimen; para los negocios ilegales es tan necesaria la estabilidad como para los legales. Ése es exactamente el papel que desempeñó Lucky Luciano en la Mafia estadounidense durante los años previos a la II Guerra Mundial. Pero la solución, narrativamente deslumbrante, es inaceptable en la realidad. Primero, porque contamina las instituciones sociales hasta convertirlas en irreconocibles en términos democráticos; y, además, supone en sí misma un coste añadido, puesto que la tarea de orden en los bajos fondos se cobra en forma de favores y distorsiones graves en el funcionamiento del mercado.
No hay soluciones inmediatas para eliminar o suavizar el impacto de la delincuencia en aquellas sociedades que la sufren con especial virulencia. Y tampoco son recomendables las ocurrencias paralegales para destruir la violencia con la violencia. La única solución, efectiva pero lenta, es armarse de paciencia, invertir en la modernización y en la ampliación de las fuerzas de seguridad, actuar con contundencia en el caso de que se descubran conexiones corruptas en las fuerzas de seguridad, recurrir a la cooperación internacional en casos extremos (como el del narcotráfico) y favorecer las instituciones de intermediación encargadas de vigilar el cumplimiento estricto de las reglas del mercado. En todo caso, hay reglas generales que nunca deben olvidarse, aunque sirvan de poco cuando el mal se ha desatado. Una de ellas, la más básica, es que la desigualdad creciente y la pobreza extrema favorecen la aparición de brotes de criminalidad. Sobre esas perturbaciones sí pueden actuar directamente los gobiernos.
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