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Columna
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Efectos terapéuticos del abismo

El problema territorial parte de un déficit de instituciones que representen el interés general

Antón Costas
Maravillas Delgado

De donde surgen los impulsos para el cambio cuando instituciones o políticas públicas que han sido eficaces en el pasado muestran de pronto su incapacidad para afrontar los nuevos retos? ¿Podemos confiar en la razón ilustrada, es decir, en el conocimiento como motor para el cambio?

Déjenme poner dos ejemplos que permitan iluminar la importancia de tener alguna respuesta a esta cuestión.

Desde su aprobación a finales de los años noventa, el euro fue visto como un instrumento de progreso económico y social para los países miembros. Sin embargo, a partir de la aparición de la crisis de deuda en el año 2010, la lógica del funcionamiento de la eurozona se transformó en una camisa de fuerza para la salida de la crisis y la vuelta al crecimiento de los países más débiles.

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Vengamos ahora a España. La configuración autonómica del Estado que surgió de la Constitución de 1978 —es decir, la división territorial del poder político— fue un gran acierto para resolver el viejo ‘problema territorial’ de España. Pero el funcionamiento actual del Estado de las Autonomías es visto por muchos como otra camisa de fuerza para el autogobierno de algunas comunidades, como es el caso de Cataluña.

Lo que quiero poner de relieve con estos ejemplos es que hay cosas que en una época se ven como la solución a nuestros problemas y de pronto se convierten ellas mismas en problema. Recuerden la manida cita de Ortega y Gasset de “España es el problema, Europa es la solución”. Hoy ya no está tan claro que, en su actual funcionamiento, Europa no sea también parte del problema.

¿De dónde vienen los impulsos para cambiar las cosas? Una respuesta es que del conocimiento. Pero la vida nos dice que no es así. El conocimiento no es poder. Ya sea por la fuerza de los intereses creados, la resistencia del statu quo o el temor al cambio de la sociedad algo que funciona mal puede permanecer mucho tiempo sin ser cambiado. ¿Si no es el conocimiento, qué otro factor puede venir en ayuda del cambio? Hay una respuesta: el miedo al abismo. Pero, como después explicaré es una respuesta inquietante.

Recuerden lo ocurrido en los años 30 del siglo pasado. Después de la crisis financiera de 1929 la Gran Depresión y el elevado desempleo que le siguió eran señales claras de que había que cambiar las instituciones y políticas que no funcionaban. Pero la resistencia de los intereses y la fuerza de las viejas ideas impidieron el cambio. Fue la visión del precipicio la que en 1933 llevó al presidente Franklin D. Rooselvet a formular un New Deal, un nuevo contrato social, que salvo a la democracia americana. Esa visión tuvo efectos terapéuticos.

Pero ¿qué es lo que hace que la visión del precipicio tenga efectos terapéuticos?

Mi colega de la Universidad de Vigo Xosé Carlos Arias me hizo conocer un texto del sociólogo alemán Ulrich Beck, recientemente fallecido, que da una respuesta. Con la vista puesta en la situación de Europa, Beck señaló que “cuando la expectativa de una catástrofe modifica la conciencia pública, los fundamentos de la sociedad y de la política se transforman”. En esas ocasiones, “es posible, aún más, es necesario cambiar las viejas reglas”. Entonces, “se abren nuevas posibilidades para procesos de negociación de lo que hasta entonces se consideraba impensable”. “Estamos”, dice Beck, “ante el comienzo de nuevas formas de política”.

Pero el camino para estas nuevas formas de política no es unidireccional. Hay dos posibles escenarios. En uno, la visión del abismo tiene un efecto terapéutico en la medida que permite que triunfe la “astucia de la razón”, lo que Beck llama el “imperativo cosmopolita”. Lo podríamos identificar con la idea del interés general. Pero también es posible que la visión del abismo lleve a peligrosos “juegos estratégicos de poder” que agraven las cosas.

Esta bifurcación del cambio ya fue descrita por Diderot en los prolegómenos de la Revolución francesa cuando señaló: “Estamos ante una encrucijada que nos llevará o a la esclavitud o a la libertad”.

Volvamos de nuevo a los años 30. A diferencia del caso norteamericano, en el caso europeo continental la gran crisis llevó al fascismo y al nazismo. Por eso he dicho antes que el miedo al abismo como impulso al cambio es una respuesta perturbadora. Sólo después de la catástrofe europea surgió la respuesta terapéutica: el new deal del Estado del Bienestar.

Necesitamos saber más sobre las circunstancias que hacen que la visión del abismo tenga efectos terapéuticos. Mirando la experiencia europea de estos años podemos ensayar una respuesta: en la medida en que existan instituciones que representen el interés general, la visión de la catástrofe puede ser terapéutica. Un ejemplo es la transformación radical que ha experimentado el Banco Central Europeo, probablemente la única institución representativa de un verdadero interés general, o “interés cosmopolita”.

El problema territorial en España se debe en buena parte a que existe un déficit de instituciones que representen el interés general. Estamos al albur de los “juegos de poder” partidistas que mencionaba Beck. Es aún posible que la visión del precipicio que introduce el independentismo catalán acabe teniendo efectos terapéuticos.

Antón Costas es catedrático de Historia Económica de la Universidad de Barcelona y presidente del Círculo de Economía

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