Orden en las autonomías
Las reformas no pueden ser un pretexto para justificar un mosaico tributario confuso
La financiación autonómica se ha convertido, prácticamente desde que se diseñó, en una fuente de problemas políticos que ningún gobierno se atreve a afrontar en profundidad. Al contrario que la inteligencia para Descartes, el dinero destinado a pagar los servicios transferidos debe ser lo peor repartido en España, puesto que todas las comunidades consideran lesionados sus derechos y, como agravante, pocas hacen algo para solucionarlo, como no sean remiendos de circunstancias, poco o mal coordinados. A nadie extraña ya que el Gobierno, que en algún momento anunció una reforma en profundidad de los impuestos autonómicos, una inextricable maraña de gravámenes que ofende a la racionalidad fiscal, haya decidido trasladar cualquier decisión a la próxima legislatura. Durante la cual, por cierto, tampoco hay garantías de que vaya a producirse un cambio serio y pactado. En España, los problemas complejos invitan a la procrastinación.
Y, sin embargo, la reforma tendrá que abordarse para, entre otras cosas, mitigar las consecuencias del descontento producido por lo que se percibe como desigualdad. Los principios básicos de la reforma deberían estar claros: cada comunidad recibe el dinero suficiente para financiar los servicios públicos esenciales en condiciones de igualdad con el resto de las autonomías (igualdad en proporción al volumen de servicios prestados, por supuesto); a esta función responde, con más voluntad que acierto, el actual Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales (FGSPF). A partir de este Fondo, si una Comunidad desea mejorar sus prestaciones en educación o sanidad, por ejemplo, debe arrostrar el coste político de su decisión y subir los impuestos entre sus residentes.
Pero esta es la teoría. En la práctica, juegan también los recelos entre las comunidades y una resistencia invencible a subir impuestos (resistencia que comparten con el Gobierno central). Una reforma real (es decir, no meramente cosmética) debería mantener el FGSPF y suprimir en resto de los parches y ortopedias añadidos, como los fondos de suficiencia y convergencia, que se han erigido para compensar o contrarrestar otras supuestas carencias del sistema. Dicho de otro modo, no es evidente que el sistema de financiación autonómica sea el procedimiento más eficaz para corregir desigualdades o favorecer convergencias.
En su lugar, el desafío político consiste en que los gobiernos autonómicos acepten la corresponsabilidad fiscal y dispongan con libertad de márgenes para subir impuestos. Hay que acabar con la pertinaz reclamación de más recursos al Gobierno central; lo cual implica necesariamente que las comunidades dispongan de más libertad fiscal. Es una decisión que compete al Parlamento que, como todas, implica ventajas y cargas. El Gobierno debe perder capacidad de coacción tributaria y las autonomías deben aceptar la carga política de gestionar una parte importante de los impuestos. Y eso puede costar votos.
Cualquier reforma que se proponga debe tener en cuenta además otros criterios básicos. Uno fundamental es que la estructura autonómica no se convierta en un pretexto para justificar un mosaico tributario, confuso y costoso en términos de racionalidad económica. No es de recibo que una comunidades mantengan el Impuesto sobre Sucesiones y otras no o que se produzca competencia efectiva en Sociedades. El problema aquí, aunque parezca otra cosa, es de fondo. Por ejemplo, es imprescindible saber de antemano si la sociedad española (sus representantes) quiere mantener o no los impuestos sobre el Patrimonio o Sucesiones y actuar en consecuencia en todos los gobiernos autonómicos; y, en función de un esquema fiscal bien definido, establecer sin sombra de duda que impuestos puede modificar por su sola decisión y cuales requieren de un esfuerzo de coordinación con el resto de las autonomías. Todo esto requiere debate, esfuerzo y dirección política, y todo esto es lo que se deja para la próxima legislatura.
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