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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El rescate de Brasil

La población tendrá que pagar durante mucho tiempo la soberbia del Gobierno de Rousseff

Ángel Ubide
Protestas en Brasil el pasado 15 de marzo por la política del Gobierno.
Protestas en Brasil el pasado 15 de marzo por la política del Gobierno. Andre Penner (AP)

La economía brasileña presenta todas las características de un país bajo la tutela de un programa del FMI. La lista de desequilibrios económicos es interminable. Un déficit por cuenta corriente rampante que ya supera el 4% del PIB, un tipo de cambio durante mucho tiempo excesivamente apreciado y que se ha colapsado en unos meses, una deuda pública en rápida tendencia ascendente, un déficit fiscal superior al 6% del PIB a pesar de una altísima presión fiscal, un aumento interanual de los precios al consumo de casi el 8% que ha desanclado las expectativas de inflación, un crecimiento acelerado de los salarios por encima de la muy baja productividad. El escándalo de Petrobras, el último de una larga serie de escándalos de corrupción política, es la gota que puede colmar el vaso de la paciencia de los inversores, de la tolerancia de los ciudadanos brasileños, y del aguante de la séptima economía mundial. Las ramificaciones del escándalo alcanzan a todos los sectores de la economía y de la sociedad y están paralizando la actividad y colapsando la confianza, tanto empresarial como de los consumidores, hasta niveles de pesimismo nunca vistos. Las multitudinarias manifestaciones de los últimos días son la muestra más gráfica de esta insatisfacción.

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Tal desastre es, como casi siempre, el resultado de una perversa combinación de ideología desfasada y arrogancia intelectual, enmascarados por un ciclo económico boyante pero dependiente sobre todo de factores exógenos y no sostenibles, como el superciclo alcista de las materias primas y la exuberante demanda china. La supresión de estos factores exógenos ha revelado un crecimiento potencial mucho menor de lo que se anticipaba, seguramente no más del 2.5%. Este menor crecimiento potencial revela una economía sobrecalentada, muy poco competitiva y con un nivel de gasto público excesivo y difícil de reducir, que necesita un fuerte apretón tanto fiscal como monetario para eliminar los excesos acumulados.

Brasil sorprendió positivamente al mundo tras las múltiples crisis de finales del siglo pasado. De 2003 a 2010, durante el mandato del presidente Lula, Brasil creció a una media del 4% anual. Un ciclo virtuoso de exportaciones boyantes, reducción de tipos de interés y mejora del acceso al crédito para una creciente clase media deseosa de gastar, potenciado por una mejora de la distribución de la renta generada por una combinación de aumentos reales de los salarios mínimos y programas de reducción de la pobreza (como el exitoso Bolsa Familia, convertido en un modelo a seguir, que condiciona la ayuda monetaria a la escolarización y vacunación de los niños de la familia). Brasil experimentó una revolución social, permitiendo a una gran parte de la población abandonar la economía informal y gozar de contratos de trabajo que permiten la obtención de créditos y de subsidios de desempleo, creando la clase media necesaria para el avance económico.

El Gobierno de Lula consiguió este progreso a base de políticas económicas ortodoxas —disciplina fiscal y monetaria, reformas liberalizadoras, y políticas activas de lucha contra la pobreza. Las cosas cambiaron con la llegada de la presidenta Dilma Rousseff. Su plan de Gobierno señalaba como prioridad elevar la inversión del 18 al 25% del PIB, como vehículo para alcanzar un crecimiento potencial del PIB del 5%. Un objetivo loable en un país necesitado de capital.

El problema surgió con la estrategia para alcanzar ese objetivo. La fuerte carga ideológica de la presidenta Dilma, y la soberbia generada por el éxito económico de la década precedente, llevaron a desechar la ortodoxia económica y virar peligrosamente hacia un populismo expansionista, adoptando la llamada “nueva matriz macroeconómica”. En lugar de continuar saneando la economía, para así reducir el ineficiente gasto fiscal y los altísimos tipos de interés reales y atraer la inversión privada, la nueva “matriz” se basaba en fomentar el crecimiento a través de políticas intervencionistas de apoyo a la inversión, con presión política sobre el Banco Central para reducir los tipos de interés, aceleración del crédito público fuertemente subsidiado, intervención para depreciar el tipo de cambio, incluyendo los controles de capitales, relajación de la disciplina fiscal, y manipulación de los precios administrados para enmascarar la altísima inflación. Brasil no solo abandonó la disciplina económica, sino que se puso a la cabeza de los ataques a la política económica del G7 —como las críticas a la expansión cuantitativa de la Reserva Federal y las acusaciones de “guerra de divisas”—. La cerrazón llegaba hasta el punto de impedir la publicación de los documentos de la revisión económica anual del FMI, algo que hasta China permitía. El FMI y el G20 callaban ante la acumulación de desvaríos, haciendo un flaco favor al pueblo brasileño.

Las políticas alternativas pueden funcionar en casos muy puntuales, pero la ortodoxia existe porque la experiencia acumulada destila las mejores prácticas. Cuando los mercados comenzaron a dudar de Brasil hace ya año y medio, Lula presionó a Rousseff para que retornara a la disciplina, pero la estrategia electoral se impuso, malgastando un año en el cual los desequilibrios aumentaron todavía más. Ahora los hechos han forzado a Dilma ha reconocer su error y ha nombrado a un ortodoxo, serio y disciplinado ministro de Economía, Joaquim Levy, para que le devuelva la credibilidad perdida a través de un durísimo plan de ajuste y estabilización que tendrá que durar varios años. Es, no nos engañemos, como un programa del FMI, pero autofinanciado.

Brasil se está rescatando a sí mismo porque las reservas de tipo de cambio acumuladas durante la década pasada le proporcionan un colchón de seguridad. Pero el margen de error es mínimo. Las encuestas y las manifestaciones populares revelan una tensión política enorme y el apoyo político al programa de ajuste no está garantizado. La sequía está amenazando con crear cortes de electricidad en una red eléctrica que sufre de falta de inversión y rigideces regulatorias. Una rebaja de la calificación a bono basura podría acelerar la salida de capitales y dificultar todavía más la financiación del déficit por cuenta corriente, cada vez más dependiente del capital chino y de los flujos de corto plazo. Los programas de estabilización son la única solución en estos casos, y son en general duros porque se llega a ellos tarde, mal y sin convicción. Los excesos, la arrogancia, y los errores, se pagan. En Grecia, en España, o en Brasil.

Ángel Ubide es senior fellow, Peterson Institute for International Economics. @angelubide

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