Las tres D que ensombrecen Europa
Si un médico recomienda una medicina porque cree que cura, pero su efecto es que el paciente empeora, entonces la medicina es mala para el enfermo. No hay vuelta de hoja. Hay que cambiar de medicina o de médico. O las dos cosas a la vez, porque, con frecuencia, a los profesionales les cuesta reconocer su error y se empeñan en que lo que falla es el paciente, no la medicina.
Esto es lo que ocurre con los responsables de la política económica de la Comisión Europea. Su error en la imposición a partir de mediados de 2010 de una dosis de caballo de la medicina de austeridad pública a unas economías nacionales que estaban ya muy debilitadas y altamente endeudadas es un error que se estudiará en los manuales de economía y de historia económica. Algo como el error Brüning, relacionado con la política de austeridad inclemente que a principios de los años treinta, en medio de la gran depresión creada por la crisis financiera de 1929, aplicó el canciller alemán Heinrich Brüning, con los efectos por todos conocidos.
Pero aún peor que el error es la contumacia en mantenerlo. Esto es lo que ocurre con la recomendación hecha la semana pasada por la Comisión Europea a España de que mantenga dos años más una fuerte política de recorte presupuestario.
Los efectos de una política de este tipo serían similares a los que ya hemos visto y sufrido. La política compulsiva de austeridad pública que se aplicó desde mediados de 2010 hizo que la economía europea en su conjunto, y las de los países más endeudados en particular, recayera en una segunda recesión larga e intensa. Fue una recesión innecesaria, como muestra la experiencia estadounidense y la de Reino Unido, que no volvieron a la recesión. Fue, por tanto, una crisis autoinflingida por los responsables políticos sobre las condiciones de vida de los ciudadanos.
Es deprimente ver cómo en las elecciones europeas los candidatos españoles se enzarzan en riñas domésticas
En todo caso, en 2010 la austeridad podría tener explicación en la ignorancia de sus efectos, aun cuando el análisis económico sensato pronosticaba que una política de ese tipo, aplicada a una economía ya anoréxica por la debilidad del consumo privado y altamente endeudada, empeoraría las cosas. Pero mantenerla, como pretende la comisión, clama al cielo y es de juzgado de guardia.
Una austeridad moderada en su aplicación podría tener sentido si al Banco Central Europeo (BCE) se le permitiese actuar como un banco de sangre capaz de hacer transfusiones a una economía, debilitada por la falta de crédito. Eso es lo que hizo la Reserva Federal en Estados Unidos o el Banco de Inglaterra. Pero como he dicho en alguna otra ocasión, el BCE ha actuado hasta ahora como un banco de sangre gestionado por testigos de una religión que les impide hacer transfusiones de sangre. Aunque algo parece estar cambiando.
En todo caso, a la espera de que el BCE se mueva en una nueva dirección, ¿cuáles han sido los resultados hasta ahora sobre la salud del paciente europeo de esa combinación de austeridad pública inclemente y de un mayor activismo financiero? Saltan a la vista: desempleo, desigualdad y deflación. Esas tres D son como tres jinetes que cabalgan sobre la economía europea y ensombrecen el progreso económico, social y político de la Unión Europea.
¿Por qué esta contumaz obcecación en unas políticas dañinas? Hay tres explicaciones posibles. La primera sería atribuirlas a una ideología ultraliberal dominante en las instituciones europeas. Es posible, pero no parece del todo convincente. La segunda sería el deseo de favorecer los intereses de los países prestamistas frente a los de los deudores. Es probable que algo de eso haya, pero me parece una hipótesis grosera. La tercera es que la austeridad presupuestaria y la pasividad monetaria respondan sencillamente a la imposibilidad de las instituciones europeas de hacer políticas más activas. Esta me parece más relevante.
Reconozcámoslo, el euro no es propiamente una moneda única de una unión de Estados, es sencillamente la moneda de un conjunto de países que decidieron crear una moneda común para facilitar el mercado interior, evitando devaluaciones oportunistas. Por eso, al euro no se le dotó de las instituciones capaces de hacer frente a situaciones de crisis como las que estamos viviendo.
En estas circunstancias, ante la incapacidad de hacer políticas propias, la Comisión Europea y el BCE han optado en estos años por hacer de la necesidad virtud, dedicándose a recomendar como virtuosas reformas y políticas nacionales que no lo son y que, en todo caso, no sustituyen a lo que las instituciones europeas tienen que hacer por sí mismas.
¿Qué hacer? Para mejorar las cosas hay que partir del reconocimiento de que las instituciones europeas son disfuncionales y necesitan ser repensadas. Este debate es muy vivo en estos momentos en Alemania y en Francia. El grupo alemán Glenike y el francés de [Thomas] Piketty han puesto a debate tres propuestas: dotar a la UE de un presupuesto propio para hacer políticas compensatorias, crear un parlamento de la zona euro que dé legitimidad democrática a esas políticas y poner en común una parte de las deudas nacionales.
Ese debate no existe en España. Es deprimente ver cómo, por ejemplo, en las elecciones europeas los candidatos españoles se enzarzan en riñas domésticas que, en todo caso, corresponden a las elecciones nacionales. Me gustaría que hablasen de Europa y de las propuestas que, de ser elegidos, defenderán en el nuevo Parlamento Europeo para erradicar esas tres D que ensombrecen el futuro. ¡Que hablen de Europa!
Antón Costas es catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona.
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