El éxito de la ‘Abenoconomía’
Japón experimentó muchos años con la austeridad monetaria, y no funcionó. El mensaje es muy claro
El turista o viajero de negocios, cuando llega al aeropuerto de Narita, en Tokio, se encuentra con una muy bien engrasada maquinaria de precisión. Abundantes controles de pasaporte con funcionarios educados y tecnología digital eficiente para evitar filas y agilizar el proceso de control, señales en japonés e inglés que indican sin confusión el camino de salida, y taxistas ordenados en fila, limpios y organizados, dispuestos a llevar al pasajero a donde haga falta, todos dotados de apertura de puerta automática, lector de tarjetas de crédito, navegador y hasta paños con puntillas para cubrir los reposacabezas de los asientos. Si la primera impresión es la que cuenta, es una impresión de eficiencia.
Japón es, sin embargo, una economía dual, con un fuerte contraste entre lo avanzado y lo tradicional. Donde minifundios agrícolas muy ineficientes y protegidos se combinan con gigantes tecnológicos de escala mundial. Donde un todavía importante contingente de trabajadores con contrato permanente y altamente protegido, con aumentos de salarios anuales garantizados en función de la antigüedad, convive con un cada vez mayor volumen de trabajadores precarios, a tiempo parcial, con sueldos bajos y escasos beneficios. Donde un nivel bajísimo de desempleo (por debajo del 4%) se combina con una población envejecida, escasa participación de la mujer en la fuerza de trabajo —es realmente raro encontrar mujeres en las oficinas del centro de Tokio que no sean recepcionistas o secretarias— y altísimas barreras a la inmigración. Es una economía de contrastes, donde hace más de veinte años que no aumentan los precios de la vivienda y donde durante un par de décadas las expectativas de inflación han sido cero o negativas. Donde el déficit público acabará el año en torno al 7% y la deuda pública está por encima del 200% del PIB.
Hasta finales de 2012 la imagen de Japón era de fracaso. El crecimiento económico en las dos décadas anteriores, tanto absoluto como per cápita, había sido muy inferior al de Estados Unidos. El índice bursátil Nikkei estaba a niveles de inicios de los años 1980. El terremoto de Fukushima era la última de las desgracias que había afectado al país. La situación política era frágil, con Gobiernos que duraban menos de un año. El tipo de cambio se había apreciado un 25% desde el inicio de la crisis, dañando las exportaciones y los beneficios de las empresas japonesas. La moratoria nuclear resultante de la tragedia de Fukushima había aumentado el precio de la energía para los consumidores japoneses y generado un raro déficit comercial. El crecimiento era débil, la inflación negativa, pero el Banco de Japón (BoJ, por sus siglas en inglés) insistía en que no podía hacer nada, ya que el problema de la economía japonesa era sobre todo estructural y era el Gobierno el que debía de actuar para aumentar el crecimiento potencial. Era un círculo vicioso. La moral estaba por los suelos.
Japón es una economía dual, con un fuerte contraste entre lo avanzado y lo tradicional
Hasta que Shinzo Abe fue elegido primer ministro (por segunda vez, tras un breve periodo de unos meses en 2006) en diciembre de 2012, y tomó la decisión de romper con el pasado adoptando un programa económico (bautizado por la prensa como Abeconomía) basado en tres “flechas”: la primera fecha, un programa de expansión fiscal agresiva de corto plazo combinado con la promesa de subir los impuestos sobre el consumo (el equivalente al IVA) de manera gradual en los años sucesivos para cerrar el déficit fiscal y estabilizar el alto nivel de deuda; la segunda flecha, nombrar un nuevo gobernador del BoJ, Haruhiko Kuroda, con el mandato de adoptar una política monetaria muy expansiva que reduzca los tipos de interés reales, aumente la inflación, y contribuya a generar crecimiento y reducir la carga fiscal; la tercera flecha, un paquete de reformas estructurales que fomenten el crecimiento a largo plazo y compensen el efecto negativo del envejecimiento de la población. El efecto anuncio fue casi inmediato. Desde la victoria electoral, a finales de noviembre, hasta el mes de abril, cuando el BoJ desveló su innovador programa monetario de expansión cuantitativa y cualitativa, el yen se depreció un 20%, los tipos de interés se redujeron de manera rápida, y la Bolsa se apreció un 50%.
La clave estaba en la cooperación entre la política fiscal y monetaria. Hasta entonces el banco central había adoptado una actitud pasiva, excesivamente tolerante con la deflación o la inflación muy baja —hasta el punto de que el BoJ definía la estabilidad de precios como una inflación de tan solo el uno por ciento en el medio plazo— y a pesar de que no cumplía con su objetivo (y llevaba años sin cumplirlo) no hacía nada para remediar la situación. Esta pasividad generaba un tipo de interés real positivo y superior a la tasa de crecimiento de la economía y no solo retraía el crecimiento y la inversión sino que deterioraba la dinámica de la deuda pública. Era lanzarse piedras a su propio tejado.
La nueva estrategia del BoJ bajo el mandato del gobernador Kuroda es la contraria, y la correcta: un compromiso fuerte e irrevocable, a través de una fortísima expansión monetaria, de reflotar la economía y generar una tasa de inflación del 2% de manera sostenida. El resultado ha sido fulminante: la inflación se sitúa ya en el 1,3%, las expectativas de inflación han pasado a ser positivas por primera vez en muchos años, y los tipos de interés reales a largo plazo son finalmente negativos, mejorando así el perfil de la deuda pública a medio plazo.
Queda mucho por hacer en Japón. El ajuste fiscal que tiene por delante es enorme, y el reto de compensar el envejecimiento de la población en un país muy reacio a la inmigración será muy complicado. Pero al menos ahora el BoJ ha adoptado la política adecuada y todos los elementos del Gobierno están remando al unísono.
Japón experimentó durante años con la austeridad monetaria, y no ha funcionado. El mensaje es muy claro. O se adoptan las condiciones monetarias necesarias para que los tipos de interés reales sean menores que la tasa de crecimiento de la economía y el ajuste fiscal pueda ser un éxito, o la austeridad fiscal será un esfuerzo en vano. Veamos cuántos años le cuesta al Banco Central Europeo entenderlo.
Ángel Ubide es senior fellow del Peterson Institute for International Economics en Washington
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