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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los dilemas de la reforma

El éxito o el fracaso de Peña Nieto definirá no solo su Presidencia sino el futuro económico de México

El éxito en la decisión del presidente Enrique Peña Nieto de modificar dos artículos constitucionales para permitir la inversión privada en la exploración y producción de hidrocarburos definirá no solo a su Gobierno, sino también el futuro económico de México hacia los próximos años.

Más allá de la eterna discusión ideológica y política en torno al petróleo mexicano, lo cierto es que los esfuerzos realizados en los años recientes para incrementar la producción de petróleo y gas han fracasado. En los últimos ocho años la producción de petróleo cayó en casi un millón de barriles diarios, mientras que las reservas probadas disminuyeron a una cuarta parte en la última década y media. En un país cuyos recursos fiscales dependen en más de un tercio de los ingresos petroleros, estos resultados hubieran sido desastrosos de no ser por la fortuna de los fuertes incrementos en los precios internacionales del crudo, que pospusieron el temido debate para redefinir el futuro del monopolio de la industria petrolera estatal.

La reforma propuesta es un paso político relevante en la dirección correcta que abre posibilidades para revertir el deterioro del sector energético estatal y atraer los capitales que no se tienen actualmente y que se requieren con urgencia.

Pero aun con toda la dimensión histórica de esta decisión, que deberá debatir el Congreso a partir del 1 de septiembre próximo, esta es una aventura que apenas se inicia y solo significa el primer paso de muchos otros que, quizá sin tanto ruido mediático, serán cruciales para lograr lo que efectivamente está vendiendo el partido en el Gobierno a través de los medios de comunicación: incremento de la producción petrolera en medio millón de barriles diarios, crecimiento del 40% en la producción de gas, crecimiento de un punto porcentual adicional en la economía y creación de medio millón de nuevos empleos hacia finales del Gobierno, en 2018. A estas promesas se agregan otras con hondo calado entre la población, como menores tarifas eléctricas, caídas en los precios del gas y mayores presupuestos destinados a la Seguridad Social, a la educación y a la infraestructura.

El Gobierno ha puesto toda la carne en el asador en esta venta, pero sus promesas no son inverosímiles. Los analistas del sector privado coinciden en que una apertura bien hecha generaría miles de millones de dólares en nuevas inversiones que se traducirían, efectivamente, en beneficios tangibles para la economía en el mediano plazo. Sin embargo, para lograrlo el camino es largo y el Gobierno deberá hacer mucho más que una reforma constitucional.

La reforma es un paso político relevante en la dirección correcta pero apenas acaba de empezar

Por lo menos hay dos asuntos inmediatos no esclarecidos en el anuncio presidencial:

Primero, si bien los inversionistas privados hubieran deseado que la apertura mexicana incluyera la figura jurídica de concesiones para la explotación de los hidrocarburos, como ocurre en otras latitudes, el Gobierno ha planteado contratos de riesgo —denominados de “utilidades compartidas”, cuyos términos aún deberán definirse en las leyes reglamentarias— que tendrán que ser lo suficientemente atractivos como para seducir a los capitales extranjeros interesados en invertir en un territorio que, ciertamente, tiene un enorme potencial de recursos recuperables.

Una vez que el Gobierno obtenga en el Congreso la aprobación de la reforma constitucional —que se prevé hacia inicios de octubre—, la definición de los términos contractuales será el campo de batalla entre partidos, Gobierno e inversionistas, para que la reforma cristalice.

Segundo, Pemex, la empresa petrolera estatal, debe sufrir profundas transformaciones para convertirse en un operador eficiente; una tarea nada sencilla y que, pragmáticamente, debe verse con escepticismo. Durante décadas, Pemex ha operado como brazo político del Gobierno, distorsionando su naturaleza y vocación empresarial, lastrando sus finanzas, convirtiéndola en un foco de corrupción del presupuesto público y albergando a un poderoso sindicato petrolero encabezado por caciques del régimen. Durante años han sido los propios Gobiernos y sus políticos —aliados y antecesores de Peña Nieto— quienes han deformado a Pemex.

Ahora es inconcebible pensar si quiera en una reforma energética exitosa si esta no pasa por la transformación de la petrolera, comenzando por su relación con el Gobierno de turno. Casi nada dijo Peña Nieto acerca de ello en su mensaje y muy poco han explicado los funcionarios de su Gobierno sobre un plan detallado para que Pemex compita con éxito en mercados con nuevos jugadores de talla mundial.

Nada se dijo de modificar el régimen de empresa paraestatal que posee Pemex para convertirla efectivamente en una empresa con una administración y organización profesional, alejada de cualquier tentación política de los gobernantes de turno. Cuestión, por cierto, también deseable para la operación y administración de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, el organismo regulador y supervisor de la industria, cuya ausencia fue notable en los discursos oficiales recientes.

Una vez anunciada la reforma, quedan muchas más preguntas que respuestas. ¿Qué tiempo durará la implementación de la reforma? ¿Cómo se financiará la anunciada transición del régimen fiscal de Pemex? ¿Tiene realmente el Gobierno un plan detallado para transformar a fondo a la petrolera?

Los dilemas abundan en una decisión que estuvo exageradamente concentrada en neutralizar a los enemigos políticos de Peña Nieto y en la obsesión por el consenso.

Samuel García es periodista y economista mexicano.

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