La factura de la corrupción
Que las variables económicas y financieras no reflejen de forma contemporánea los episodios de corrupción que dominan la escena política, no significa que aquellos carezcan de impacto. Lamentablemente, la percepción de la frecuencia con que tienen lugar esas violaciones de la ley, la forma en que la clase política las aborda y el sistema judicial las resuelve acaban deteriorando la confianza en una sociedad, su capacidad para hacer negocios o para infundir credibilidad en sus agentes e instituciones. Antes o después, eso se traduce en costes y pérdidas de bienestar que acaban sufriendo todos los ciudadanos. El primer impacto para los contribuyentes es soportar mayores costes por el funcionamiento de las Administraciones públicas, en sus decisiones de gasto e inversión. Los costes adicionales que, por ejemplo, pagan empresas que contratan con el sector público que acaban destinándose al enriquecimiento ilícito de políticos o partidos actúan agravando las cargas tributarias o directamente sacrificando servicios y prestaciones de las propias Administraciones públicas. La situación es más irritante si mientras aparecen casos de corrupción se reduce la inversión en sanidad o en educación.
Que en la realización de transacciones económicas públicas medie cualquier modalidad de soborno, impide, además, la libertad de mercado que en tantas ocasiones reclama la retórica de los políticos. Adultera la igualdad de oportunidades perjudicando a quien no soborna, bien porque sus habilidades y relaciones no alcanzan a ello, bien porque no lo admiten sus códigos de conducta.
La verificación de prácticas tales no favorece, desde luego, la inversión extranjera. En primer lugar, porque el país en el que la corrupción está extendida, y en cierta medida tolerada, genera desconfianza. Ni que decir tiene que la imagen de sus empresas, de sus propios bienes y servicios queda significativamente condicionada por las malas prácticas. Y cuando la inversión tiene lugar, acaba incorporando un componente por riesgo impropio de economías avanzadas que gangrena todos los ámbitos económicos y sociales.
La percepción de una clase política tolerante con la corrupción no solo erosiona la imagen exterior de un país y de su economía, aproximándola a ese capitalismo de amiguetes en el que las puertas giratorias entre el sector privado y el público enriquecen a unos cuantos, sino que mina la confianza del conjunto de los agentes económicos del propio país. La calidad de las instituciones acaba poniéndose en entredicho y con ella la posibilidad de asentar las relaciones económicas en la seguridad, en la confianza. Hasta la contabilidad de las empresas, la base de la información económica, puede quedar en entredicho si la contabilidad de los partidos políticos lo está.
De la forma y rapidez con que se aborde la hoy cuestionada integridad de algunas instituciones y de la propia clase política dependerá el alejamiento de las amenazas que pesan sobre la estabilidad política y, en consecuencia, sobre la recuperación económica. También pende de ese hilo el afianzamiento de la necesaria transición a la modernización económica del país. La corrupción, y la desconfianza que lleva asociada, es la peor de las gangrenas para una economía que está dejando al borde de la miseria a un número creciente de ciudadanos.
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