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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El 'síndrome de Berlín' de los Gobiernos

Las víctimas hacen suyas las motivaciones de sus hostigadores, como en el síndrome de Estocolmo

Antón Costas

¿Cuál debería ser el criterio para decidir las políticas económicas encaminadas a afrontar los problemas más urgentes y salir de la crisis? El sentido común dice que la eficacia y la equidad de las medidas. Sin embargo, para nuestros Gobiernos, las políticas serán tanto mejores cuanto más “agresivas” o “muy agresivas” sean, sin que se explique qué relación hay entre agresividad y eficacia.

 ¿Cómo explicar esta preferencia por la agresividad política antes que por la eficacia económica? Y, ante todo, ¿qué efectos puede tener sobre la evolución de la economía?

La retórica de la agresividad tiene que ver con la idea de que hay que castigar y disciplinar conductas díscolas que nos habrían llevado a la crisis. La misión del Gobierno sería actuar como un dictador benevolente, imponiendo disciplina a una sociedad adolescente, sin necesidad de buscar su comprensión y aceptación. Más o menos como si estuviésemos en los antiguos colegios de curas. Un enfoque anacrónico de la política.

¿Cuáles serían los culpables a disciplinar? Tres. Los trabajadores y sindicatos que con sus presiones salariales y la defensa de un marco laboral rígido impedirían que nuestra economía fuese competitiva. Los ciudadanos, acostumbrados a vivir de gorra, abusando de las prestaciones de desempleo, pensiones, sanidad, dependencia y otras políticas sociales. Y, los promotores inmobiliarios, que con su espíritu especulativo habrían conducido a la economía a la situación presente. Estas conductas exigirían ahora disciplina agresiva.

En realidad, los responsables primeros de la situación que padecemos son otros. Están en un comportamiento negligente del sistema financiero europeo, con gran protagonismo del alemán, y en la ceguera y pasividad, digámoslo así, de los organismos públicos de vigilancia y supervisión que permitieron que la banca tomase un nivel de crédito y de riesgo absolutamente irresponsable. No olvidemos que el problema de la deuda radica especialmente en la bancaria.

Este síndrome es perverso para la democracia, pero lo que más me preocupa son sus consecuencias para la gestión de la salida de la crisis

Al escoger la “agresividad” como criterio de buena política, y no la eficacia y equidad, nuestros Gobiernos, y las élites financieras que ahora más le jalean, actúan bajo lo que en alguna ocasión he llamado síndrome de Berlín. Se trata de una manifestación política del conocido síndrome de Estocolmo, una conducta mediante la cual las víctimas hacen suyas las motivaciones de sus hostigadores.

Desde Berlín se ha difundido una visión equivocada e interesada de las causas del sobreendeudamiento que culpabiliza a ciudadanos, sindicatos, promotores y sector público. Una visión que ha sido descalificada por muchos economistas y analistas, pero que han hecho suya de forma acrítica nuestros Gobiernos.

Este síndrome es perverso para la democracia, pero lo que más me preocupa ahora son sus consecuencias para la gestión de la salida de la crisis.

Hay tres efectos peligrosos:

El primero es una confusión en las prioridades de la política económica. La economía española necesita desendeudarse y crecer. Pero no desendeudarse y después crecer, sino las dos cosas a la vez. Si no hay crecimiento no será posible que las familias, las empresas, los bancos y los Gobiernos devuelvan los préstamos. Sin embargo, nuestros Gobiernos han optado por la austeridad más radical olvidando el crecimiento. Eso ha llevado a la economía a recaer en la recesión. Una recesión innecesaria, cuya causa es la negligente gestión económica de los Gobiernos europeos.

El segundo error es un mal enfoque de la competitividad. Para crecer, nuestras empresas han de ser más competitivas. Han de exportar más bienes y servicios y, a la vez, competir mejor con las importaciones. El resultado será una balanza comercial más sana y una menor necesidad de ahorro exterior.

Pero las mejoras de competitividad no se pueden apoyar solo, ni fundamentalmente, en reducciones agresivas de salarios, olvidando la dimensión más relevante, que es la productividad. Es decir, la capacidad y habilidad de nuestras empresas para producir más y mejores bienes y servicios por hora trabajada. Eso no tiene relación con los bajos salarios. Al contrario, los bajos salarios pueden desincentivar la mejora de la productividad del trabajo.

Pero hasta ahora, este Gobierno, lo mismo que el anterior, no tiene un plan consistente de mejora de productividad de nuestro tejido empresarial. Quizá sería bueno comenzar por cambiarle el nombre al nuevo ministerio de “Economía y Competitividad” y llamarle de “Economía y Productividad”. Ayudaría a tener claro cuál es el objetivo prioritario. No olvidemos que, como dice el premio Nobel de economía Paul Krugman, la competitividad es una forma poética de hablar de productividad.

El tercer error es no tomar en consideración los costes de transición que tienen las políticas y reformas agresivas. Recortes compulsivos y poco pensados en las pensiones o la sanidad alteran los planes de futuro de la gente y la inducen a disminuir el consumo presente. Por otro lado, una caída salarial intensa y brusca deprime el ya anoréxico consumo, intensifica la recesión y aumenta el paro. Hay muchas y muy buenas razones para defender y convencer a los trabajadores y a la sociedad de la conveniencia de la moderación salarial. Pero la moderación que necesitamos es la del medio plazo. El pacto de salarios firmado hace unas semanas es una gran noticia en esta dirección.

Si mejoramos la productividad y mantenemos el crecimiento salarial por debajo del de la productividad, podremos, sin problemas, pagar los préstamos, crear empleo y mantener el nivel de vida alcanzado. Pero, para ello, el primer paso es que nuestros Gobiernos se saquen de encima ese síndrome de Berlín que les domina.

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