La señora Le Pen y los austriacos nostálgicos del Tercer Reich
No es una buena noticia que una candidata a la presidencia, a la que los sondeos dan entre el 17% y el 20% de los votos, pueda cometer una villanía semejante como participar en un baile de adeptos al nazismo
El acontecimiento no ha tenido tanto eco como debería.
Y sin embargo es tan importante, por lo menos, como las últimas apariciones de Hollande y Sarkozy.
Para decirlo en una palabra, es posible que Marine Le Pen, la tercera candidata en liza, la que pisaba los talones a los otros dos y amenazaba con un nuevo 21 de abril, acabe, en solo unas horas, de arruinar sus posibilidades de llegar a la segunda vuelta de las elecciones.
¿Qué ha pasado?
Existe en Viena una tradición, única en Europa, bella y llena de vida, que es la tradición de los grandes bailes legendarios al estilo del Imperio Austrohúngaro de los Habsburgo.
Ahora bien, entre esos quinientos y pico bailes repartidos a lo largo de una temporada que comienza, cada 31 de diciembre, con el elegantísimo baile del Emperador, hay un acontecimiento que desentona de los demás e incluso avergüenza a la ciudad, un baile que tiene que celebrarse siempre bajo protección policial, por la repugnancia que inspira entre todos los sectores demócratas o conservadores de buena fe de la sociedad austriaca, y que, por cierto, quizá acabe de celebrar su última edición, puesto que las autoridades parecen haber tomado la decisión de prohibirlo. Se trata del baile de las Burschenschaften, las cofradías de estudiantes nacidas a mediados del siglo XIX, desarrolladas en el odio a la Francia napoleónica y los judíos a los que esta emancipó, y que agrupan, todavía hoy, a todos los adeptos al antisemitismo y el nazismo del país.
¿Cómo pudo arriesgarse a practicar el vals en el único baile vienés que prohíbe la entrada a judíos y periodistas?
La señora Le Pen ha adornado con su presencia un lugar en el que cada año festejan a negacionistas
Y en ese baile fue en el que la señora Le Pen fue la invitada de honor el viernes (de la semana pasada), acompañada de Martin Graf, jefe de filas del ala más dura del partido de extrema derecha FPÖ (Partido de la Libertad), en ese baile de las Burschenschaften, ese baile perverso, ese baile vil, apareció ella toda orgullosa de mostrarse en su traje negro hasta el suelo (sic) y entre los aplausos (re-sic) de la tropa habitual de estudiantes envejecidos, nostálgicos del Tercer Reich, cuya condición de miembros se confirma con la cicatriz que llevan bajo la mejilla desde el duelo con espada en el que, se supone, tuvieron que participar en sus años jóvenes como parte central de su iniciación.
¿Por qué hizo la candidata algo que, teniendo en cuenta su supuesta estrategia de desdemonización, no puede calificarse más que de error?
¿Cómo pudo arriesgarse a practicar el vals en el único baile vienés que tiene prohibida la entrada a los judíos y los periodistas?
¿Cómo y por qué se mostró de esa forma junto a los militantes de Olympia, una de las cofradías más duras, más extremistas y más abiertamente neo de las Burschenschaften, autora de la invitación?
Tal vez la culpa sea de Jean-Marie Le Pen, que hace cuatro años fue el invitado de honor en ese mismo acontecimiento y que, desde luego, parece menos "desconectado" de lo que dicen.
Tal vez, sí, sea culpa de ese perdedor compulsivo que el fin de semana pasado lastró la campaña de su hija con dos nuevas provocaciones: una a propósito de Intouchables, la película que ha causado conmoción en Francia y en la que él no quiere ver más que la metáfora de un país enfermo, salvado por inmigrantes hipócritas y maléficos, y otra a propósito, precisamente, de ese baile en el que dijo que no hubo -ah, qué juego de palabras tan simpático- más que "Strauss sin Kahn".
O tal vez sea ella misma, Marine Le Pen, la que, ignorante en estas materias como en tantas otras, confundió verdaderamente (y de ahí el patético comunicado del FMI, que se apresuró a responder a la revelación del asunto por parte de la prensa, la Unión de Estudiantes Judíos de Francia y SOS Racisme) el baile de la Ópera, el Blumenball, el Kaiserball y el baile de la Filarmónica de Viena con los fastos kitsch y adulterados de una manifestación neonazi.
O quizá -y esto es lo más probable- es la verdad, la pura verdad, la de las lenguas, las memorias y los subconscientes políticos, que es, como siempre, la ley que rige todo, y que, como es natural, ha vuelto a imponerse a toda velocidad.
En cualquier caso, el resultado está ahí.
La señora Le Pen se ha dejado ver con antisemitas confesos.
La señora Le Pen ha adornado con su presencia un lugar en el que cada año festejan a negacionistas como John Gudenus y David Irving.
La señora Le Pen bailó, el día del aniversario de la liberación de Auschwitz, con unos "estudiantes combatientes", unos samuráis ridículos que, en algún caso (los miembros de la cofradía de Innsbruck), cuentan entre sus camaradas, a título póstumo, con el antiguo comandante del campo de exterminio de Treblinka.
La señora Le Pen, antes de eso, tuvo tiempo de cenar con Heinz-Christian Strache, número uno del FPÖ, recién reafirmado en un pangermanismo radical que para cualquier oído austriaco con sentido de la historia suena a nazismo.
Y la señora Le Pen, ya que estaba allí, aprovechó la ocasión para reencontrarse, durante una "reunión de trabajo", con sus socios de la Alianza Europea por la Libertad, fundada a finales de 2010, que agrupa al FPÖ y al Vlaams Belang flamenco, a los nacionalistas eslovacos y húngaros, a todos los entusiastas del antieuropeísmo, los obsesos de la amenaza gitana y judía, los defensores de una dictadura iraní amenazada por el "belicismo" de Israel.
Que una candidata a la presidencia, a la que los sondeos otorgan entre el 17% y el 20% de los votos, pueda cometer una villanía semejante no es una buena noticia para la democracia.
Pero es una noticia que tiene el mérito de que, por lo menos, da más claridad al debate: la semana pasada decía que a Marine Le Pen no le gustaba Francia; es normal, dado que coquetea con quienes siempre han tratado de causar su ruina y la de sus valores.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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