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Columna
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Guerra civil republicana

Como todos los espectáculos sangrientos irradia una fascinación hipnótica. Los aspirantes a la candidatura presidencial republicana se están dando con todo, y eso que sus diferencias son tan inescrutables como la querella de los monofisitas entre Roma y Bizancio, y únicamente si se puede llamar doctrina a decir que Barack Obama es "socialista"; odiar todo lo que no sea individualismo posesivo -cuanto menos Estado, mejor-; y proclamar un norteamericanismo agresivo y xenófobo en el exterior. Los dos grandes contendientes, Newt Gingrich, intelectual autoproclamado que escribió una tesis sobre el Congo sin haber visitado nunca el país, y Mitt Romney, representante de un capitalismo que condenaría la encíclica Centesimo Anno, se tiran a degüello con tal saña que cabe preguntarse qué quedará de ellos para enfrentarse en noviembre al presidente. Los resultados de las primarias de Florida darán alguna ventaja al vencedor, mejor llamado superviviente.

Aunque el odio a Obama lo puede todo, para llegar a la Casa Blanca hace falta republicanismo moderado
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Ambos se proclaman de la derecha profunda, pero son de pedigrí diferente y electorados bastante estancos, de forma que los que no votan por el mormón Romney le creen un farsante peligrosamente moderado, y los que rechazan a Gingrich, lo consideran un depravado moral. Su problema es, por tanto, cómo federar esos dos cuerpos de votantes, pero aunque el odio a Obama lo puede todo, seguiría haciendo falta el concurso del republicanismo moderado -del que procede Romney- y que lo apoya sin fanfarria, para que tenga alguna posibilidad de llegar a la Casa Blanca.

Para ser presidente de Estados Unidos, además de mucho dinero, hay que cumplir ciertos requisitos. Nadie puede osar sin creer en el Dios de los cristianos, de preferencia, protestante de las iglesias históricas. Solo en 1962 pudo ser elegido un católico -John F. Kennedy- que trató de disimularlo con denuedo, y desde que lo mataron solo otros dos anduvieron de primarias, el polaco Ed Muskie y el italiano Mario Cuomo, que se retiraron cuando comprobaron que se habían equivocado de religión. Y Mitt Romney es mormón, lo que no está claro si es cristianismo o no, solo tiene 12 millones de cofeligreses en todo el país, y encuentra enormes reticencias entre el tele-evangelismo y la propia Iglesia romana. Gingrich es católico pero sobrevenido a partir de un protestantismo gentilicio, y ello tan solo por influencia de su tercera esposa. Lo más cerca que estuvo un evangelista de instalarse en la Casa Blanca fue con Bush II (2000-2008), que, aunque procedente de la Reforma moderada, por si no bastara con una, nació dos veces, la última como ultrarreligioso.

Las encuestas presentan a ambos como presa fácil para Obama, pero de aquí a noviembre sería imprudente sacar conclusiones. Los contendientes se mueven entre dos deidades tutelares. El candidato republicano invocará el ectoplasma de Ronald Reagan, Dutch, con su distendida bonhomía, neoliberalismo asumido, y locución actoral, sin recordar el déficit que dejó en herencia; y, sobre el terreno la pugna se desarrollará en torno a quién carga con la debacle económica, un nuevo Herbert Hoover, como en el 29, que solo podría ser el republicano Bush, o el propio Obama.

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La ansiedad de unos candidatos que en otro tiempo habrían sido marginales, o resultarían pulverizados electoralmente, como Barry Goldwater ante Lyndon B. Johnson en 1964, les lleva a aspergiarse en otra corriente del ethos norteamericano, la del ciudadano común que se alza contra los poderosos. Newt Gingrich, que es un político veterano y fue jefe de la mayoría de la Cámara en 1994, querría, destruyendo lo verosímil, que lo confundiesen con James Stewart, el de Mr. Smith goes to Washington' (Frank Capra, 1939), donde el protagonista llega hasta los más sagrados recintos del Capitolio para enfrentarse a la corrupción del dinero, aunque en un sutil quiebro el director solo le concede la victoria porque se opera una conversión milagrosa en sus enemigos. El poder taumatúrgico de la democracia. Ese sería el caso de Gingrich que necesita un apoyo mesiánico, y ya ha conseguido que lo homologue como uno de los suyos Sarah Palin, la vestal del Tea Party, derecha aún más derecha que la propia, y aunque lejos de la indigencia, clama con descaro contra "el capitalismo de los compinches". Léase Romney.

Es sintomático de un tiempo en que todo parece moverse: Estados Unidos elige a un presidente de color; la marea migratoria debería hacer gemir en su tumba a otro gran nativista, Samuel P. Huntington; y el partido republicano se envuelve en la bandera, que un aspirante republicano, Mitt Romney, juegue su carta, orgulloso, presentándose como Mr Capitalismo.

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