Relaciones peligrosas
En las organizaciones igual que en los individuos, determinadas experiencias del pasado alcanzan la condición de traumas, quedan marcadas a fuego en la memoria y dejan como secuela un miedo intenso a revivir algo parecido. Es lo que está experimentando Convergència i Unió (CiU) ante la consolidación de su ménage con el Partido Popular.
En este caso, el episodio que ocasionó el trauma está en el recuerdo de todos. Inaugurado con euforia en los salones del hotel Majestic, el pacto entre CiU y el PP tuvo un desarrollo muy aceptable entre 1996 y 2000. La necesidad ineludible que Aznar tenía del apoyo de Pujol en el Congreso permitió al líder catalán no solo obtener mejoras en la financiación de la Generalitat, sino también marcarse triunfos de alto valor simbólico para su electorado, desde el repliegue de la Guardia Civil de tráfico hasta la retirada del decreto sobre las Humanidades. Pero en 2000 todo cambió dramáticamente: a lomos de su mayoría absoluta, el presidente Aznar se lanzó a una frenética cabalgada de medidas o trágalas unitaristas y españolizadores, mientras en Barcelona CiU aparecía cautiva de los votos del PP, castrada en su condición de fuerza nacionalista, incapaz de aceptar las repetidas ofertas que Esquerra le planteó durante aquella última legislatura de Pujol.
La situación de los convergentes es hoy aún más difícil que en 2000, cuando Aznar usó puño de hierro en guante de púas
No resulta exagerado, pues, decir que entre 2000 y 2003 la imagen de impotencia y sumisión de CiU ante el aznarismo empujó a unos 250.000 de sus votantes en brazos de ERC, haciendo así posibles el primer tripartito de izquierdas y la salida del poder de quienes lo venían usufructuando desde 1980. El papel que la liaison dangereuse CiU-PP había desempeñado en el desastre era tan evidente, que tres años después hubo que renegar de ella ante notario; pero la abjuración no fue suficiente. En 2010 este factor ya se vio eclipsado por otros, sobre todo por el fracaso objetivo del segundo tripartito y la desbandada de sus integrantes.
Sin embargo, como si de una maldición se tratase, el diabólico esquema de una década atrás ha regresado: Rajoy tiene mayoría absoluta en Madrid, de modo que para CiU apoyarle no resulta reembolsable, mientras que a Mas le faltan seis escaños en la Ciutadella, y el PP se los brinda con creces al precio de imposiciones humillantes, como el cierre de embajadas o la jibarización de TV-3 y Catalunya Ràdio. De hecho, la situación de los convergentes es hoy más difícil que en el año 2000 al menos por dos razones: por la asfixia financiera de la Administración autonómica, y porque, dirigidos por la impetuosa Alicia y el converso Millo, los populares catalanes van a por todas en su afán de capitalizar la intermediación entre La Moncloa y la Generalitat.
Y, claro, el PP sigue siendo el PP. Si Aznar, en cuanto pudo, usó puño de hierro en guante de púas, el señor de provincias que ahora manda ha recuperado el clásico guante de terciopelo. Pero, al abrigo de la crisis, los mensajes son inequívocos: tutela presupuestaria sobre las autonomías; frenazo a la privatización de El Prat; el ministro Soria afirmando que toda la promoción turística exterior debe hacerse bajo "el paraguas único de la marca España", y la ponencia política del próximo congreso del PP proponiéndose "recuperar la idea de nación española" -al parecer muy maltrecha por culpa del zapaterismo- y "fijar un núcleo básico de competencias indelegables por el Estado".
¿Es con estos compañeros de viaje como piensa el presidente Artur Mas emprender los "caminos de autoafirmación" y romper las "costuras" que nos comprimen, y avanzar hacia el pacto fiscal, como anunció todavía el pasado martes? Tal vez el PP fuese el único aliado posible para aprobar los presupuestos de 2011 y 2012, pero no puede serlo hasta 2014, a menos que CiU quiera arruinar de nuevo, como hace 10 años, su credibilidad nacionalista. Ciertamente, ni Esquerra ni PSC parecen hoy en condiciones de aprovechar demasiado tal eventualidad. Pero conviene no confiarse: tres años, en política, son una eternidad.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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