La reforma pendiente
Pocas líneas de acción económica o social están tan claras como la reforma laboral. Después de meses de negociaciones y un modelo fracasado, el aprobado por el Gobierno de Zapatero el año pasado, se sabe bien lo que hay que hacer y lo que no. Se sabe que la pieza fundamental de la reforma es el cambio en la negociación colectiva, de forma que las empresas y los trabajadores puedan negociar directamente las condiciones de trabajo sin las ataduras de los convenios sectoriales y territoriales; se sabe que parece necesario reducir la maraña de modalidades de contratación; y se sabe que el abaratamiento del despido solo sería aceptable a cambio de contratos más estables y una escala temporal de indemnizaciones (a más años trabajados, mayor indemnización). También se conocen otras condiciones importantes: un plazo (que varía constantemente), fijado inicialmente para la primera quincena de enero, y la promesa, muy repetida, de que el Gobierno legislará si no hay acuerdo entre los agentes sociales.
Pero si todo está tan claro; si el presidente del Gobierno considera que la reforma laboral es decisiva para crear empleo; si los ministros (todos excepto la ministra de Trabajo, por cierto) proclaman a todas horas la urgencia de la reforma y recitan de carrerilla sus contenidos; si Luis de Guindos, ministro de Economía, desparrama sus saberes laborales en el Wall Street Journal, ¿por qué se dilata su redacción y aprobación? Tanta seguridad política permitía suponer que el nuevo Gobierno traería el modelo laboral diseñado, el real decreto o la ley escrita a falta de respetar el trámite del desacuerdo entre CEOE y sindicatos, y corregir los puntos o las comas. Pero no ha sido así. Las urgencias en este Gobierno se giran en letras de 60 días como mínimo, y ya se verá si está lista, después de informes y debates, en la primera semana de febrero.
Hay dos explicaciones para el retraso. La seguridad es ficticia, pura fachada. No es lo mismo saber qué hay que hacer que saber cómo hacerlo. Es una regla elemental en política. Por otra parte, la reforma no es inocua. No basta con ponerla por escrito en un papel y enviarla después al Boletín Oficial del Estado. Si la negociación colectiva se inclina hacia el pacto en las empresas, desaparecen las funciones de una buena parte de los aparatos patronales y sindicales que operan en la actualidad. La simplificación de los contratos produciría efectos en la misma dirección. Por decirlo de otro modo, la reforma genera automáticamente un club de damnificados que se resisten a ver sus ingresos menguados o simplemente a desaparecer.
Las claves de una buena reforma laboral siguen siendo las mismas que se enunciaron con motivo de los cambios planeados por los Gobiernos anteriores. La pieza básica es la reforma de la negociación colectiva, en cuyo contenido debe quedar claramente establecido que la prioridad es la negociación directa de la empresa con los trabajadores. De esta forma, se evitan cierres de empresas y pérdidas de empleo, puesto que las condiciones salariales y de jornada se adecúan a la coyuntura económica. La segunda condición es simplificar los modos de contratación, con el objetivo de aumentar la estabilidad en el empleo. Si la reforma que planea este Gobierno responde a estos objetivos básicos, habrá conseguido aclarar buena parte de las incertidumbres que pesan sobre el mercado laboral.
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