No alimenten a la fiera
Con retraso y tibieza, la Comisión Europea ha reaccionado finalmente a la deriva autoritaria iniciada por Viktor Orbán desde que, en abril de 2010, ganó las elecciones en Hungría por goleada. El retraso hizo posible que Orbán presidiera durante el primer semestre de 2011 la Unión Europea con una ley mordaza a la prensa en vigor y que lanzara, también en pleno mandato, una reforma constitucional que vulnera principios fundamentales democráticos de la UE.
El retraso es inexplicable y ha hecho un flaco favor a la causa europea. Alegar que la crisis es razón suficiente para haber hecho caso omiso del nacimiento de un monstruo de tendencias antidemocráticas en su seno es como aceptar que hay que conformarse con un entramado institucional meramente comercial y financiero renunciando al alma política que dio aliento al proyecto europeo después de la Segunda Guerra Mundial.
La lentitud ha sido exasperante. Hace más de un año que la OSCE alertó sobre el caso húngaro. Durante este tiempo, han alzado la voz organizaciones de Derechos Humanos y el Partido Socialista Europeo, entre otros, además de la Eurocámara y los Gobiernos de Alemania, Francia y Estados Unidos. La tibieza viene dada por la decisión de basar la apertura del expediente en motivos técnicos que eluden la razón principal. Puede que acusar al Gobierno magiar de vulneraciones concretas del Tratado de la UE relativas al Banco Central o la protección de datos sea la vía más práctica y segura de ganar la batalla ante el Tribunal Europeo de Luxemburgo, pero emite una señal demasiado endeble sobre la ambición con la que los líderes europeos defienden los valores fundamentales sobre los que se asienta la Unión. Estos son, según el Tratado, el respeto a la libertad, la democracia y la igualdad (artículo 2). El mismo texto legal permite (artículo 7) la anulación del derecho del voto a un Estado miembro que viole tales valores.
Sin necesidad de escudriñar articulados, lo cierto es que la UE ha sido siempre un referente democrático. España sabe bien hasta qué punto era imprescindible cumplir con esos estándares para entrar en el club. Lo contrario habría sido un jarro de agua fría para la oposición democrática. Países terceros, como Cuba, que desearían mejorar sus relaciones con Europa, sufren el desplante europeo por la misma causa. Otros, como Turquía, acumulan ya décadas de frustración llamando a la puerta para entrar.
Permanecer impertérritos ante derivas autoritarias de los que ya han accedido al club es una doble vara de medir que desvirtúa la naturaleza de la UE y que la erosiona allá donde reside la razón política de su existencia y de su éxito como proyecto común. Se cometió tal error frente a Silvio Berlusconi y se actuó con demasiada tibieza -pero se actuó al fin y al cabo- frente a Austria por el caso del ultraderechista Jörg Haider. El caso húngaro se suma a una corriente creciente de euroescepticismo, favorecido por las dificultades financieras europeas. La renuncia a defender con uñas y dientes los estándares democráticos que distinguen a este club solo seguirá alimentando a la fiera de ese escepticismo.
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