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Una figura para la historia
Columna
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El viejo tótem de la derecha

No se puede entender el presente ignorando el pasado. Por eso la historia no ha sido nunca un tema menor o carente de interés. Muy al contrario, no solo conforma activa y poderosamente el presente, sino también el futuro. Esta es la razón por la que la derecha española, haciendo gala de una evidente desmesura, quiere convertir a Manuel Fraga en un hombre providencial, en el protagonista de la segunda mitad del siglo XX en España. Pero la tarea no le será fácil, porque la dilatada biografía del viejo tótem de la derecha, la misma que le impidió en su momento ser presidente del Gobierno, frustrará también los actuales intentos de sus correligionarios más apasionados. Porque, en efecto, es imposible elevar a los altares de una democracia a un político como Fraga que, proclamando en los últimos años el patriotismo constitucional, jamás comprendió que tal afirmación era incompatible con aquel otro patriotismo que practicó durante muchos años, el de la vieja tradición del nacionalcatolicismo excluyente y liberticida. Por eso Fraga nunca estableció una verdadera diferencia moral entre la democracia y la dictadura, de la que nunca renegó, y a la que sirvió con fervor e inusitada dedicación.

Aspiró a construir un dominio, con una grave restricción del pluralismo y la alternancia política
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Sería también una intolerable tergiversación de nuestra historia reciente atribuirle a Fraga un papel determinante en la transición de la dictadura a la democracia. Al contrario, el personaje ahora desaparecido intentó retrasar y limitar en todo lo posible el alcance del imprescindible cambio político. Los deseos mayoritarios de la sociedad española en favor de la democracia fueron canalizados a través de un pacto político entre las fuerzas de la oposición al régimen franquista y los sectores aperturistas procedentes de aquel, encabezados por Adolfo Suárez. Manuel Fraga no tuvo más remedio que incorporarse a trompicones a ese proceso, que ni diseñó ni dirigió, so pena de quedar relegado definitivamente al ostracismo. Posteriormente, es cierto que contribuyó al pacto constitucional y a insertar en la democracia a los sectores nostálgicos del viejo régimen. Pero una cosa es reconocerle esos méritos y otra muy distinta atribuirle un papel decisivo y protagonista en la conquista de la democracia. Por eso, solo cuando poderosas fuerzas internas y exteriores (OTAN) obligaron a dimitir a Suárez y propiciaron la descomposición de UCD, logró Fraga hacerse con el liderazgo de la derecha española, aunque jamás pudo transformarla bajo su dirección en alternativa de Gobierno. Finalmente, su pasión por el poder, no por la libertad como afirma Rajoy, le llevó a las más sorprendentes contradicciones con el fin de alcanzarlo o de mantenerse en él. Por eso Fraga no deja como legado a su partido ni al país un pensamiento político coherente que pueda perdurar en el futuro.

Es también una desmesura considerar a Fraga el creador de la Galicia moderna. Esta afirmación va camino de alcanzar la categoría de dogma y, como todo dogma, requiere una gran dosis de fe inmune a la realidad y a la evidencia científica. Sin embargo, un balance que resulte del análisis de la evolución de Galicia, situando a esta en relación con el entorno económico y social al que pertenece, llegará a conclusiones muy diferentes a las que proclaman los acólitos del desaparecido expresidente de la Xunta. En efecto, los datos del INE (Contabilidad Regional de España) demuestran que durante el largo mandato de Fraga se produjo un indiscutible deterioro de la posición relativa de la economía gallega. Galicia creció menos que la media española y muy por debajo de las comunidades autónomas más avanzadas, pese a disponer de importantes recursos que superaron los 72.000 millones de euros y que, en cierta medida, fueron despilfarrados.

No mucho mejor parada salió la salud de nuestra democracia. Porque Fraga aspiró siempre a construir un régimen, es decir, un dominio sobre cualquier otro poder significativo, fuera político, económico o social, con una grave restricción del pluralismo y de la alternancia política. Porque un régimen es, en efecto, una forma de gobernar que, como la de Fraga, rompe con la tradición parlamentaria, que fue concebida precisamente para que la oposición fuese siempre una alternativa factible, y para que los centros de poder estuvieran repartidos y se controlasen entre sí. Un Parlamento que en vez de ser potenciado como institución central del sistema fue reducido a un ente ornamental, una Administración pública carente de transparencia, o unos medios de comunicación públicos que no respetaban ni el pluralismo político ni la veracidad informativa, tal como puso de manifiesto el informe del Valedor do Pobo ante el Parlamento, son hechos que no avalan precisamente la etapa Fraga como un paradigma democrático. Así pues coincido con Antón Losada cuando ayer decía en estas mismas páginas que la historia no absolverá a Fraga. Basta leer los periódicos extranjeros de estos días para avalar semejante afirmación.

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