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DON DE GENTES
Columna
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Un cura de novela

Elvira Lindo

No, no me fío de las encuestas. Menos aún de las que se hacen en España, donde mentir se considera un derecho bastante humano. Incluso cuando una señorita demoscópica llama a casa de un honrado ciudadano interrumpiéndole la siesta para que confiese qué programa está dormitando en esos momentos hay quien dirá que La 2, que queda más fino. Yo contesté cuando me tocó que Amar en tiempos revueltos. Con más orgullo aún desde que leí un estudio que sobre esta serie presentó la hispanista Jo Labanyi en New York University durante un congreso sobre las emociones en la cultura popular española. No puedo por más que recomendar la siesta con esta telenovela, en la que los personajes ríen, lloran, se enamoran o se acodan en la barra del Asturiano sin levantar la voz, algo que se agradece enormemente dada la hora crítica en la que se produce su emisión. Pero, para no faltar ahora a la verdad, confieso que cuando la señorita demoscópica me preguntó la edad, me quité tres años. ¿Por qué? No sabría responder. Algo se parece a cuando el médico del seguro le pregunta a mi padre cuántos paquetes se fuma al día y él le dice que dos, cuando en realidad son tres o casi cuatro. El inocentón del médico, cuenta mi padre entre toses y lingotazos de Bisolvón, siempre se lo traga. Algo que me asombró hace veinte años de Estados Unidos fue saber de la promesa que los estudiantes hacen en algunos campus de no copiar en los exámenes. Yo, por entonces, era una joven embustera que se ponía años para que le tuvieran más respeto en ciertos ambientes. Cuando me enteré de que había seres humanos que hacían la promesa de no copiar y encima la cumplían, casi me caigo de culo. España, el país al que muchos extranjeros definen como ese extraño lugar en el que cuando la gente se despide diciendo "¡a ver si nos vemos!", es porque no planea verse ni en pintura, es la patria de la mentira, la mentirijilla, la mentira piadosa o las medias verdades. Yo, como he dicho muy solemnemente en la primera frase, no creo en las encuestas: si no me fío de aquellos sondeos en los que se respeta el anonimato, mucho menos de esos otros en los que uno aparece con su nombre y apellido. A menudo, en los suplementos literarios, hacen encuestas a escritores. Les preguntan por su libro favorito del año, de la década o, ya puestos, del siglo. Es humano que los escritores citen libros de sus amigotes. Hay escritores que no tienen amigotes o que detestan a sus contemporáneos y entonces solo recomiendan libros de escritores que están muertos y bien muertos o que son de otro país y no suponen competencia alguna. A veces, los suplementos literarios hacen encuestas tremendamente humanas. Preguntan a los escritores, por ejemplo, qué libro les atrapó cuando eran niños. Un libro entre todos los libros. No sé si fue el año pasado cuando tuve que contestar a esta pregunta y les aseguro que si llego a saber con antelación de la altura de las novelas elegidas por mis colegas, de la Atenas de Pericles en la que habían desarrollado su infancia, habría mentido. De Stevenson para arriba. Homero, Cervantes, Dante. Lo siento, yo elegí Mujercitas, un lugar común de tantas niñas de tantas generaciones, pero si me hubieran dejado espacio habría sido justo nombrar Los Cinco, Los Siete Secretos, Torres de Malory, es decir, las obras completas de Enid Blyton, que los niños lectores de mi barrio consumíamos con fruición en la biblioteca pública, hasta que la sección juvenil se nos acababa y nos dejaban hacernos el carnet de adultos. Si algún día, en una supuesta encuesta (hoy día se dice presunta), se nos preguntara por qué libros nos alimentaron el alma en la primera adolescencia, imagino que mis contemporáneos, dado el carrerón que llevaban, lanzarían títulos como el Ulises, El hombre sin atributos, El ser y la nada o Fausto, por poner unos ejemplillos al buen tuntún. Pero estoy segura de que esta semana cuando leyeron en el diario El Mundo que el escritor José Luis Martín Vigil llevaba muerto un año sin que nadie hubiera escrito una miserable necrológica de su figura no pudieron evitar, como yo, un pequeño escalofrío: fuimos muchos los que leímos sus libros que querían ser sociales y perturbadores. Él podía ser un escritor anticuado en su pretensión de modernidad, pero también nosotros éramos adolescentes antiguos en la nuestra. Y ese escalofrío del que hablo que sentimos o sentí no fue solo por saber de su muerte con un año de retraso, sino por comprobar, una vez más, cómo el tiempo se traga a muchos de los escritores que en vida anduvieron de boca en boca, de mano en mano. El poeta Luis Antonio de Villena glosó algunos encuentros con el cura gay en un local de ambiente y lo recordó como un hombre educado; tan educado era que, al parecer, cuando pecaba lo hacía solamente con la mirada. Era uno de aquellos curas progres, o rojos, y como es esa una tendencia ahogada en nuestros días por la ortodoxia católica, escuché cómo en la radio limpiaban su figura recordándolo como un hombre puro, ajeno a la tentación. Mentían y borraban de su biografía aquellas pulsiones que cabe imaginar marcaron su vida, esa vida que ahora resulta, en estas extrañas necrológicas retardadas, infinitamente más novelesca que su obra.

Hay escritores que detestan a sus contemporáneos y solo recomiendan libros de autores fallecidos
José Luis Martín Vigil llevaba muerto un año sin que nadie le hubiera escrito una miserable necrológica
Jose Luís Martín Vigil, novelista y exjesuita asturiano, fallecido en febrero de 2011.
Jose Luís Martín Vigil, novelista y exjesuita asturiano, fallecido en febrero de 2011.LUIS MAGÁN

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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