Un enigma contemporáneo
Cuando se supo que Iñaki Urdangarin se matriculaba en la escuela de negocios ESADE, intuí que se metía en una ominosa boca, no supe entonces si la del lobo o la de otro animal aún más feroz. Tal intuición no se debió a que creyera que la prestigiosa escuela, además de impartir profundos conocimientos en su materia, segregara tentaciones irregulares en la conducción empresarial y ya no digamos el blanqueo de dinero en paraísos fiscales o la apropiación indebida de dineros públicos -nada más lejos de semejante suposición-, sino porque eso indicaba una imprevisible inclinación en el marido de la infanta Cristina, es decir, en alguien tan comprometido con una institución que es nada más y nada menos que columna vertebral en la estructura política española (nos guste o no), amén de haber sido un brillante icono del balonmano. (El balonmano, si se me permite la digresión, es uno de esos deportes tan impregnados de una cualidad amateur rayando en lo espiritual, que uno puede llegar a convencerse de que quienes lo practican poseen la misma espiritualidad: incluso, que en lugar de cobrar por jugar, tan inefables deportistas pagan para hacerlo). La justicia ahora tiene la palabra. Lo que esta no podrá decirnos nunca es si el duque se metió donde se metió porque se lo pidió el cuerpo o lo metieron sin que nunca llegara a imaginarse dónde se jugaba su prestigio (y el de la Corona). También es verdad que podría darse la circunstancia de que pidiéndoselo el cuerpo tampoco llegara a tener una idea aproximada de en qué inimaginable abismo depositaba su futuro.
De haberlo sabido, Urdangarin no se habría complicado la vida de manera tan innecesaria, absurda y devastadora
Todo lo que cada día se va filtrando del sumario da a esta truculenta historia mayor verosimilitud. Es muy difícil no creer todo lo que se publica. Es probable que la pormenorizada información sobre este caso nos suene a cadalso mediático, incluso que la curiosidad ciudadana nos recuerde la euforia de la plebe cuando hace un poco más de dos siglos acudía con enfervorizada puntualidad a ver caer la cabeza del guillotinado de turno. Pero lo cierto es que el relato tiene visos de triste e irrefutable veracidad. Y es entonces cuando comenzamos a preguntarnos por Urdangarin. Del muchachón rubio de ojos azules que una triunfal jornada olímpica es elegido por el dedo real de una infanta fulminantemente enamorada. Después vendrán el breve noviazgo, la boda, los hijos, los encuentros reales en Mallorca y en los desfiles militares y las fotos familiares en las revistas del corazón. Un día se nos anuncia su traslado a Washington. Un empleo muy importante del consorte obliga a la familia a cambiar de aires. Hasta que comienza el calvario. Enredado entre los hilos de varios asuntos turbios, el nombre del duque sale a la luz pública. Es el goteo periodístico. Las gotas malayas.
Ahora bien, tengo que decir que la familia real me interesó siempre muy poco. Me interesó en su momento la locuaz princesa Letizia hasta el día en que alguien decidió que quedaba mejor si estaba sin hablar. Me inspiran un inexplicable afecto los hijos de la infanta Elena: no sé, tal vez por esa inocencia sincera que dibujan sus caras, algo melancólicas a veces. No me interesó nunca el duque de Palma. Ni su mujer ni sus hijos. Pero no por ello dejo de hacerme algunas preguntas. ¿Por qué un hombre en su privilegiada posición se enfanga como lo hizo? ¿A qué es debido ese descomunal afán por ensanchar su hacienda? ¿En qué momento el sentido común se troca por una insensatez tan insondable como novelesca? ¿Cómo no prever que sus actos podían comprometer a la propia Infanta, que, por cierto, su mención en la causa comienza a ser más frecuente? "Las cosas no son fáciles para nadie", reza una canción del grupo mallorquín Antonia Font. Ni siquiera para un duque de Palma. Pero parece que nuestro duque no lo sabía. De haberlo sabido no se habría complicado la vida de manera tan innecesaria, absurda y devastadora. Se lo pidiese el cuerpo o no. En fin, todo un enigma de nuestro tiempo.
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