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Columna
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El gobierno de los indiferentes

El Ejecutivo de Feijóo sobrevive gracias a que los ciudadanos nada le exigen ni nada esperan de él

Año nuevo, nuevo gobierno, viejos problemas. En apenas ocho minutos, en una vertiginosa rueda de prensa, el presidente Núñez Feijóo resolvió la primera remodelación de su gabinete. De un Gobierno 10 pasó a un Gobierno 8, saldo de dos ascensos administrativos y dos fusiones para tapar los huecos dejados por las promociones gubernamentales, por riguroso orden de desaparición, de Farjas, Currás, Varela y Juárez. Aunque incluso los medios amigos hablaron de crisis de gobierno, Feijóo zafó con una remodelación de bajo perfil y muy alto voltaje propagandístico para mayor gloria de su política de austeridad. Cuando el presidente despertó de su complaciente comparecencia, la crisis de su gobierno, no obstante, seguía ahí para acompañarlo hasta el final de su luminoso mandato.

El feliz parto del G-8 de Feijóo nos regala cuatro lecciones. Primera, hay poco banquillo político en el PPdeG por lo que se cubren las bajas con el ascenso de leales tecnócratas atendiendo a la prelación del escalafón administrativo. Segunda, el presidente no se enfrenta a los problemas que tiene fuera ni dentro del Gobierno, de ahí que el prestigioso conselleiro de Economía e Industria y campeón del Igape, Javier Guerra, continúe en el cargo. Tercera, todo vale y nada importa: si se puede presentar como un ahorro de gasto, siempre habrá quien aplauda liquidar una consellería o momificar cualquier política pública por relevante que sea. Cuarta, el poder en la Xunta se individualiza autocráticamente en su presidente y, excepto Rueda y Hernández, todos los conselleiros son figurantes prescindibles.

El conformismo del presidente marida mal con el pesimismo de Sartre que insistía en que "hay un fracaso siempre que hay una acción"; con todo, este negro balance sartriano persigue como una maldición a la Xunta. En su discurso de fin de año de 2010, Feijóo hizo un canto a la esperanza y señaló varias historias de superación que había liderado personalmente en aquel aciago y crítico año: la más exitosa edición del Xacobeo, la ejemplar fusión de las cajas y el acuerdo con los agentes sociales para activar la economía gallega. Hoy se sabe que el impacto de la aplaudida promoción jacobea en el PIB fue mínimo; a nadie se le escapa que la fusión de las cajas fue el primer paso hacia la liquidación del sistema financiero gallego y la retórica del acuerdo social fue dramáticamente enmendada por una masiva destrucción de puestos de trabajo en 2011.

En el sermón presidencial para dar la bienvenida a 2012, Feijóo obvió esas incómodas historias de superación y se limitó a apelar a los valores calvinistas que nos son tan queridos a los gallegos: trabajo, sacrificio y esfuerzos mancomunados. A diferencia de Mariano Rajoy, que disfruta de un tiempo de silencio en la Presidencia del Gobierno, a Feijóo se le agota el calendario para cumplir sus promesas de poner un gobierno eficaz al servicio del bienestar de los gallegos. Nadie precisa éxitos gubernamentales tanto como él. Sea G-10 o G-8 lo importante es que el Gobierno cace ratones, impulse nuevas políticas públicas, blinde la cohesión social y salve de la ruina a los sectores productivos de la economía gallega. Medida con las consecuencias de sus decisiones, la Xunta conservadora es la historia de un insuperable fracaso.

En un texto de renovada actualidad, Gramsci escribió: "La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Tuerce programas, y arruina los planes mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora de la inteligencia". Cuanto más nos aproximamos al tercer año triunfal de la Presidencia de Núñez Feijóo, más evidente resulta que su Gobierno es el gobierno de los indiferentes y que sobrevive gracias a la indiferencia de ciudadanos que nada le exigen ni nada esperan de sus políticas.

A Feijóo le bastó un trienio para convertir en un peso muerto todas las competencias del autogobierno gallego para estimular el crecimiento o democratizar el bienestar. La devaluación de nuestras instituciones autonómicas consagra la dictadura de la indiferencia y santifica la ocupación del poder con el único objetivo de que no lo ocupen otras fuerzas que puedan subvertir en Galicia el orden suicida de la pasividad. Hace años Fran Alonso preguntó a Díaz Pardo: "¿Que haría si fuera presidente de la Xunta?" Isaac respondió: "Trataría de poner Galicia al servicio de los gallegos y no de los intereses extranjeros". Él sabía también que no se debe entregar Galicia al gobierno de los indiferentes, esa materia bruta que desbarata la inteligencia. Honremos su memoria.

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