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Muerte y resurrección del Estado de bienestar

Cuando la marcha del progreso, que percibimos como imparable, hace una inflexión y nos vemos amenazados por males ya superados, aceptamos cualquier explicación, excepto una: que nuestra suerte es también la consecuencia de nuestras faltas. Por eso, si queremos que los derechos sociales no queden estancados y se pudran, es menester superar antes un importante obstáculo. Un error que nos impide entender qué son las prestaciones sociales. Pues hemos mezclado dos conceptos: el derecho que todos tenemos a una asistencia sanitaria o una educación de calidad con su gratuidad universal, sin que importe el nivel de renta de sus beneficiarios. Desenfoque que muchas veces hace que los pobres subvencionen a los ricos.

Es un error mantener la protección social al borde del colapso para perpetuar soluciones universales

Un ejemplo de esto es el cheque-bebé, pues Zapatero no se conformó con crear un subsidio para corregir nuestra baja natalidad, apoyando a aquellas ciudadanas que la falta de recursos las disuade del embarazo, medida que hubiera sido inobjetable; sino que, por puro prurito ideológico, lo universalizó y extendió también a las mujeres con ingresos elevados, cuya decisión sobre ser o no madre no guarda relación con su peculio. El descarrío costó 4.000 millones de euros y tan necesaria ayuda para muchas familias se suprimió.

Esta concepción de que todo debe ser universal y gratuito hace que el Sistema Nacional de Salud (SNS) pague casi todo el importe de las prescripciones farmacéuticas, quizá con el fundamento de que los ciudadanos no pueden hacer frente a su coste. Pues bien: en 2010, mientras el SNS atendía una factura de 11.644 millones de euros por las recetas de sus asegurados, los estancos vendían 12.061 millones de euros (los montos de Canarias, Ceuta y Melilla están excluidos de ambas cifras). En concreto en Cataluña, donde no se están haciendo recortes sino una reforma sanitaria subrepticia y en solitario, el SNS pagó por las medicinas 1.842 millones de euros y se expendió tabaco por valor de 2.226 millones. Los números siguen siendo elocuentes, pese a que un 35% de nuestras labores las adquieren turistas.

Aún doy otro dato: si cada usuario pagase sus medicinas con un precio inferior a tres euros, el SNS se ahorraría unos 600 millones de euros al año (¡que podrían dedicarse a la Dependencia!). Reflexión parecida puede hacerse sobre los libros de texto. No se entiende que, ahora que los españoles no tenemos más de un hijo, haya CC AA donde todos los estudiantes los reciben gratis, seguramente a algunos deberían comprárselos sus padres.

Si nos guiara la razón y el afán de equidad, podrían fijarse porcentajes de cofinanciación en función de la renta y no de la edad. Esto moderaría la demanda y ahorraría al erario una parte de aquellas prestaciones que, salvo excepciones, cada cual puede atender -según sus posibilidades- sin mayor esfuerzo. Pero se prefiere el subsidio universal, olvidando el fundamento más nuclear de los derechos sociales: garantizar que nadie carezca, por falta de medios, de lo básico, que es algo distinto a dar gratis lo esencial a todos. Esta inepcia hace que algunas prestaciones estén sobrevaloradas a costa de ignorar otras, o que no lleguen a los que de verdad las precisan porque se abusa de ellas. Además, se logra que se estime poco lo recibido.

Ya no es momento para el debate sobre el copago, sino para otro distinto como ha ocurrido en los países más avanzados. Por eso, hemos de interiorizar que los recursos para las prestaciones sociales son limitados y compiten con otras actividades -como la ciencia o la conservación del medio- que el Estado necesita mantener para que nuestro progreso continúe. Y debemos aceptar que los recursos públicos ni están para hacer galeotes del pupitre a aquellos estudiantes que no quieren aprender, porque se decidió que todos deben ser bachilleres; ni para subvencionar, sin cortapisas, universidades mediocres que solo embodegan jóvenes para, luego, licenciarlos en un campo en el que nunca ejercerán.

Quizá, en una sociedad tan heterogénea como la actual, se eche en falta un Estado de bienestar más flexible y capaz de ayudar en las verdaderas necesidades de cada ciudadano, y no solo las que han planificado terceros. Es un sinsentido mantener el sistema de protección social al borde del colapso por obstinarnos en perpetuar soluciones universales, enlatadas y gratuitas, propias de tiempos pretéritos. Que, luego, no resuelven algo tan patente y actual como la pobreza, consecuencia de un desempleo intolerable, que impide a muchos atender el recibo de la luz o llenar el carro de la compra. Además, por mero utilitarismo, debería prestarse más atención a las necesidades de la extensa clase media, pues está cansada de oír salmodias sobre derechos de los que apenas se beneficia y de ver cómo sus impuestos se malgastan en superfluidades.

Se trata, por tanto, de cambiar el paradigma, esto es, convertir el viejo Estado paternalista, empeñado en darnos a todos camisetas de talla única, en un Estado que esté más pendiente de la calidad y variedad de los servicios sociales; y nos deje elegir y ser corresponsables -como ciudadanos adultos que somos- de las posibles soluciones para esas necesidades incuestionables que a (casi) todos nos superan.

José Luis Puerta es médico y fue secretario general del Consejo Asesor de la ministra de Sanidad (2002- 2005).

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