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LA PARADOJA Y EL ESTILO | PROTAGONISTAS
Columna
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Un país de desconocidos

Boris Izaguirre

Empachados por el menú Urdangarin, nos ayuda saber que la Casa del Rey necesitó seis años, desde 2006 hasta ahora, para empezar a digerirlo. Nos enfrentamos, pues, a una digestión lenta. Dejemos de ver solo lo malo del caso. También tiene sus cosas buenas.

Una de ellas es que después de más de treinta años sabemos cómo se desglosan algunas cuentas de la Casa del Rey. La Reina, la princesa de Asturias y las infantas comparten oficina y presupuesto. Un real himeneo. Que por 317 actos de representación cobraron más de 300.000 euros, sueldo aparte. El desglose de las actividades representativas va desde la inauguración de un centro cultural hasta una venta de banderitas o el imperdible funeral del príncipe Otto. Glamurosas actividades en las que los españoles, encantados, hemos colaborado.

Al contrario que a Letizia, a Marichalar nunca le preocupó caer bien. Iba a su bola. Casi siempre altivo. Fiel a representar a la alta sociedad

El glamour es extraño. No sabe a nada específico. Ha terminado por asociarse a esa etapa en la que gastábamos sin pensar. A la princesa Letizia le decepciona verse reducida a actos glamour, pero tampoco puede, por ahora, reivindicar eventos más culturales o solidarios. Hubo un momento glamour en la familia cuando Jaime de Marichalar fue duque de Lugo y transformó a la infanta Elena en un nombre a prueba de balas en la lista de las más elegantes. Marichalar disfrutó poco con esta medalla seguramente porque percibía que el ciudadano medio no vería con buenos ojos un marido que supiera tanto de moda. No se equivocaba, la ecuación que todos establecimos (Marichalar + alta sociedad + lujo = glamour) generó que fuera visto como un tipo extravagante. En realidad era un pionero. Y como buen precursor, un desconocido. Ahora que el yerno malo es el que parecía bueno, nos damos cuenta, tarde, de nuestro error.

En el verano de 1999, Marichalar modificó nuestra visión de la familia real luciendo unos pantalones con estampado de paramecios que sacudieron nuestras retinas. Aunque todos hablábamos de ellos, nadie podía especificar a qué marca o moda pertenecían. El inmenso furor sobre esos pantalones enemistó a Marichalar con la prensa, incluso quienes defendimos su osadía no conseguimos que el entonces duque comprendiera que en nuestro humor había bastante admiración. ¡Por fin pasaba algo en la Casa del Rey que no era distante y opaco! ¡Por fin se podía opinar! Marichalar continuó su ascenso en el parnaso del glamour internacional, convirtiendo a la infanta Elena en figura aristocrática con pie firme en él. Al mismo tiempo, los españoles sentían que los Lugo se hacían insólitos, como muchas veces pasa con lo que no entendemos. Estratosféricos, desconocidos, mientras que los duques de Palma ofrecían una imagen deportiva y terrenal. Marichalar nunca nos engañó, pero fue el primero en salir en carretilla del justiciero Museo de Cera.

Siendo duque de Lugo, sufrió un percance cerebral que hizo crecer la rumorología por la cual la revista Época se verá frente al exduque en los juzgados días antes de la citación de Urdangarin, en el infartante mes de febrero.

Mientras Marichalar inició su ardua recuperación, la prensa se empeñó en juzgar su estilo de vida, de un avión a otro, de una fiesta a un evento, se hizo un lío con bolsos y fulares hasta estamparse con el cese temporal de la convivencia con la infanta Elena.

Durante tal recuperación, Urdangarin y la infanta Cristina navegaban en Palma y descubrían el pilates. Nadie prestó atención a que los duques "de lujo" se separaron casi al mismo tiempo que el Rey instaba a Urdangarin a abandonar sus empresas sin ánimo de lucro. El matrimonio Marichalar-Borbón se acabó, el duque pasó a vivir otro calvario como exmiembro de la familia real. Los focos perseguían a Marichalar mientras Urdangarin se organizaba.

Es tan fácil juzgar a quien no conocemos como hablar de quien conocemos. Se entiende que la princesa Letizia es otra desconocida, no permitimos a su personalidad aflorar más allá de sus looks. Ocurre porque su rol no lo necesita. Una princesa habladora sería como una presentadora. Debemos reconocer el esfuerzo que supone permanecer en silencio cuando se tienen ganas de hablar. Su distanciamiento con las infantas ahora lo desciframos como el mal rollo entre Cenicienta y las hermanastras. Prisionera de sus gestos, una vez, en pleno cese temporal de la convivencia, Letizia coincidió con Marichalar en un restaurante madrileño. Las fotografías destilaban casi cariño y nunca más hubo encuentro visible semejante. En el fondo se trataba del saludo de dos grandes desconocidos para nosotros, pero también, probablemente, para ellos mismos.

Al contrario que a Letizia, a Marichalar nunca le preocupó caernos bien. Estaba a su bola. Pero en ese estar nunca se nos ofreció como lo que no era. Casi siempre altivo, fiel a su misión de ser el representante español en la alta sociedad, Marichalar pudo creerse importante. Urdangarin pudo creerse impune. Bajo su apariencia de buenote, creaba sociedades de las que al final presuntamente buscaba paraísos. Letizia prefiere cuidar sus contactos con la prensa, ya que está dispuesta a trabajar por la continuidad de la institución donde está casada y a que comprendamos que no quiere seguir siendo tan desconocida. El ejercicio es más que loable: la Corona contraataca.

Es esa política de respetar tanto el desconocimiento de los otros lo que luego abona el campo de sorpresas periodísticas. A veces preferimos no saber. Sí, somos un país de desconocidos que empieza, igual que el año, a conocerse.

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