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Columna
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Víctimas

Hasta donde sabemos Irina había tenido mejor suerte que otras compatriotas. Encontró una pareja y decidió casarse, frente a otras compañeras que se vieron obligadas a derramar su cuerpo por cualquier club de carretera. Irina, contaba en este periódico la corresponsal en Almería, Marta Soler, pertenecía a esa generación de mujeres que llegaron a España casi en oleada, pagando un alto precio por el viaje y otro aún mayor por la devolución del dinero: la prostitución. Llegaron de los países del Este, muchas de ellas con los ojos claros y la cabellera rubia. Guapas a rabiar y pobres a reventar.

Irina se casó con un vecino de Roquetas. Esta vez la tragedia ocurrió en una de esas localidades del poniente almeriense donde florecían las entidades bancarias, los concesionarios de coches y los prostíbulos de la misma forma que lo hacían los tomates, sin entender de estaciones del año. Otras veces ha sido en Madrid, hace poco en Málaga, no hace demasiado en cualquier otro sitio.

En ese tipo de paraísos artificiales surge el "amor". Y en Almería llegaron a celebrarse un millar de matrimonios entre jóvenes rusas y varones de la provincia que les doblaban la edad, como fue el caso de Irina. Nada que censurar, que conste. Pero admitamos la vulnerabilidad de muchas de estas mujeres por su dependencia económica, su desarraigo social y ese murmullo constante del nuevo entorno. Ese cuchicheo que se producía al llegar a la tienda de comestibles; ese reproche callado de los demás hacia su condición de extranjera; o esa acusación velada de provocar la ruptura de un matrimonio de los de toda la vida. Y cuántos prejuicios más.

Irina, de 33 años, fue asesinada por su pareja hace una semana en Roquetas de Mar. Después de matarla, su marido de 61 años se quitó la vida con una escopeta de caza. Estuvieron juntos hasta que la muerte los separó, que es lo que nos enseñaron de pequeños. Y él la mató porque era suya, como se mató él: creyendo en lo que siempre creyó, que era dueño de su vida y eso incluía la vida de la persona que estuviera a su lado. Seguro que fue así, o algo parecido. O seguro que ha sido así muchas veces. No sé mucho más del autor de la muerte. Escribo de la mayoría de los causantes de estas muertes.

Los compatriotas de esta joven rusa fueron al entierro. Este periódico recogió en una fotografía de Francisco Bonilla el instante en que una lágrima caía del ojo de uno de ellos. El drama de la violencia de género visible en una gota de enorme tristeza. La vida es el bien más preciado del que podemos disfrutar. Para algunos, el único. Vivir consiste en estar bien estando vivo, que no es lo mismo que ir viviendo. Ir viviendo es ir tirando y poco más. Las medidas contra la violencia de género también son para ir tirando, pero no han servido para que 60 mujeres en 2011 pudieran seguir vivas. Vamos viviendo este drama, pero no está viva en la sociedad la inmensidad del problema.

El día después del entierro de Irina, Inmaculada era asesinada en Marchena. Tenía 29 años y su homicida era su tío, hermano de su madre y expareja de la víctima. Inmaculada también tiene su historia. Había convivido con una pareja anterior a la que también denunció por malos tratos. Las administraciones le habían ofrecido un piso de acogida pero ella lo rechazó, se apresuraron a decir las autoridades. Inmaculada ya había estado en uno, y quizás pensó que vivir a escondidas era menos vida y no quiso repetir. Quién sabe.

Einstein decía que la vida es muy peligrosa. Y no por las personas que hacen el mal, sino, desgraciadamente, por las personas que se sientan a ver lo que pasa. Quizás este fue el problema al principio. Pero, ¿y ahora? La frase de Einstein está en un calendario que me ha enviado Manos Unidas. Está lleno de fotos de gente que también muere, pero de hambre. Pero a eso estamos tan acostumbrados, que seguimos sentados cuando pasa.

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