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Columna
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Réquiem por las casas viejas

Sería fácil estampar cuatro admoniciones sobre cómo debería ser el futuro de La Rambla, ahora que el Ayuntamiento está apamando voluntades vecinales para reformar el paseo. Esperaremos a que emerjan con un proyecto. El problema de La Rambla es el modelo: Barcelona ha asumido hasta las últimas consecuencias su carácter de ciudad turística y el turismo elige dónde clava el diente. Lo que muerde lo destroza. Por eso las ciudades inteligentes derivan esa función a zonas periféricas de la actividad cotidiana -lo que sería para nosotros la Sagrada Familia, pongamos por caso- y dejan incólume el tejido sensible donde los ciudadanos hacen vida. Barcelona, como siempre, hace las cosas al revés y sacrifica en la pira turística su mejor porción, su corazón, su centro, su identidad. Su intimidad.

Barcelona hace las cosas al revés y sacrifica en la pira turística su mejor porción, su corazón, su centro, su intimidad

La ciudad es, precisamente, la intersección entre lo público y lo privado. Le corresponde al Ayuntamiento vigilar el equilibrio entre las dos puntas, y eso y no otra cosa es el control, o la gestión, del espacio común. Una plaza o una calle es el cruce de diversas privacidades. Dicho esto, también el Ayuntamiento controla la manera en que construimos la ciudad sumando espacios privados, es decir, de domicilios particulares. No solemos pensar en esto hasta que la propiedad privada entra en colisión con los planes municipales. Lo pensaba observando el otro día la agónica resistencia de la colonia Castells.

Una valla avisa de que se está habilitando una zona verde donde hace poco había gente viviendo su vida en casas ciertamente precarias, obreras, vetustas y privadas. Una parte de esa gente ya tiene su piso, con vistas al destrozo. La segunda fase se está negociando y la crisis hace prever que el proceso será lento. Decía una de las personas afectadas: "si cada vez los pisos valen menos es lógico que nos ofrezcan menos". Nos ofrezcan: el Ayuntamiento compra voluntades, compra aquiescencia para su proyecto, porque quiere, justito ahí, una plaza que no hace falta (hay un jardín, bastante inhóspito y vacío de usuarios, al otro lado de la calle) y los sagrados equipamientos que gustan a todo el mundo. No me opongo porque la colonia era un resabio del pasado, pero es un síntoma.

Barcelona se ordena según una planificación hecha el siglo pasado, hace más de 40 años y tres crisis y un tsunami migratorio, cuando los técnicos calcularon que la ciudad rozaría los dos millones de habitantes. Una ciudad que entonces era un amasijo de cemento: fueron la modernidad y la democracia las que reconstruyeron ramblas, barrios, calles, parques, servicios, en una palabra, calidad de vida. Pero al mismo tiempo ese plan general que nadie se ha atrevido a tocar globalmente -porque recalificaciones y permutas hay muchas- condenó a muerte calles y pequeños barrios, algunos levantados sin permiso de nadie. Casas aparecidas como fantasmas que llevan décadas acogiendo a su gente. Barcelona no ha tenido tiempo de absorberlo todo.

Por ejemplo, los bordes de los Tres Turons, un parque indefinido, invisible, enorme, siempre a medio hacer. ¿Vale la pena cumplir el plan general y demoler las casas construidas hace tantos años que nadie se acuerda? Yo creo que el Ayuntamiento debe vigilar que todo se haga según la norma, pero cuando está hecho desde hace tanto tiempo, la casa se merece el indulto. Una casa es una segunda piel para su gente. Es una forma de vida. Si unos vecinos díscolos se han colado por los entresijos de la normativa, porque entonces nadie vigilaba, entonces la culpa es del Ayuntamiento. En las favelas de Río o en las villas porteñas, que son miseria que levanta la cabeza, lo que hace el municipio es llevar el agua corriente, las alcantarillas y los faroles: después reparte títulos de propiedad. Esa gente son ciudad consolidada y merecen un respeto. En la oposición, Xavier Trias prometió legalizar las viviendas de Els Tres Turons. Leía yo el otro día que pretendían ser muy respetuosos para que nuevos proyectos no atropellaran la memoria de los barrios. Es que no tendría sentido intentar devolver La Rambla a su pasado ciudadano y cargarse al mismo tiempo la ciudad que perdura contra la envestida de la modernidad.

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