No te olvido
ETA y su entorno mataron a cientos de personas, hirieron y amenazaron a miles de todas las ideas y condiciones. Las víctimas son plurales. Algunas exigen autocrítica a la banda; otras no le darían valor. Pero todas reivindican la memoria de su dolor, del daño causado. EL PAÍS habló con familiares de los asesinados y con supervivientes sobre cómo afrontan el final del terrorismo
Hoy he soñado que me mataban", dijo esa mañana su marido. Maixabel no supo que decirle. Cuando, horas más tarde, alguien llamó a la puerta de su casa, intuyó que algo había pasado. Así fue. A Juan Mari Jáuregui, exgobernador civil de Gipuzkoa, le habían disparado por la espalda en una cafetería de Tolosa. Dos tiros que, horas después, acabaron con su vida, el 29 de julio de 2000.
Luis Jaime Palate estaba en casa, en un pequeño pueblo de los Andes llamado San Luis de Picaihua, cuando supo que su hermano Carlos Alonso había desaparecido. No lograban encontrarlo después de la explosión en el aparcamiento de la T4 del aeropuerto de Barajas con el que ETA certificó, el 30 de diciembre de 2006, que rompía una tregua decretada nueve meses antes. Él no había oído hablar jamás de la banda terrorista.
El colectivo oficial de presos de la banda ha dado consignas internas muy claras: ni perdón, ni arrepentimiento
El fin de la violencia remueve la historia de estas familias y de otras que se enfrentan a un futuro sin terror
"El tiempo te ayuda a vivir con ese dolor, pero la herida no cicatriza nunca. Por eso deseo que no vuelva a pasar"
"Sin esos últimos coletazos yo seguiría al lado de mi marido, mi amigo, mi confidente, mi vida entera"
En Euskadi hay quien dice que hubo una guerra y que todos han sufrido. Frente a eso, las víctimas hablan del deber de la memoria
Josu estaba trabajando en Ataún cuando recibió la llamada: "Ha habido un atentado en Lasarte". Trató de hablar con su madre, pero nadie contestó. Lo intentó con otro amigo: "Es tu padre", escuchó al otro lado del teléfono. Pero no le quiso decir nada más. Mientras recorría a toda prisa los 40 kilómetros que separan Ataún de Lasarte, en Gipuzkoa, lo oyó en la radio. Froilán Elespe, su padre, había muerto. Fue el primer concejal socialista asesinado por ETA, el 20 de marzo de 2001.
Hortensia reconoció en la tele el enorme zapato de su hijo Alberto, guardia civil de 23 años, que calzaba un 47, entre las sangrientas imágenes del atentado del 25 de abril de 1986 en Madrid, entre las calles de Juan Bravo y Príncipe de Vergara. Le han contado que intentó tirarse por el balcón después de verlo, pero ni recuerda ese momento.
A Lourdes no le hizo falta tele ni radio para enterarse. Estaba justo detrás de su marido, el brigada del Ejército de Tierra Luis Conde, cuando estalló un coche cargado de explosivos que lo alcanzó de lleno mientras trataban de desalojar un edificio militar en Santoña (Cantabria) tras un aviso de bomba, el 22 de septiembre de 2008.
Todos tienen grabado el momento en el que ETA cambió sus vidas para siempre. Ahora, aún más. El final del terrorismo ha vuelto a remover la historia pasada de estas familias y de muchas otras que se enfrentan a la posibilidad de un futuro sin violencia. "Me cuesta mucho creérmelo, pero ojalá fuera verdad", dice Yolanda, hermana de Juan García Jiménez, conductor civil del coronel Vicente Romero. Iñaki de Juana Chaos mató a tiros a ambos el mismo día en el que España entraba en la Comunidad Económica Europea (actual UE), el 12 de junio de 1985. A Juan le disparó siete veces. Cuando lo mataron, Yolanda vivía en un minúsculo municipio de Ciudad Real, Retuerta del Bullaque. Alguien llamó al único teléfono que había en el pueblo para avisarla y tuvo que buscar a algún vecino con coche para que la llevara a Madrid.
"Después, cada atentado ha sido como volver a vivir de nuevo el de mi hermano", relata, 26 años después. "Sabes lo que esa familia está pasando porque tú lo has pasado, porque tú lo estás pasando. El tiempo te ayuda a vivir con ese dolor, pero la herida no cicatriza nunca. Por eso, deseo de veras que no vuelva a pasar nunca más. Nadie puede entender eso mejor que nosotros". Lo mismo asegura Hortensia Gómez, la madre del guardia civil Alberto Alonso. "Por favor, que no digan que nosotros no queremos la paz. Claro que sí, y cuanto antes. Lo único que pido yo es que no hagamos como si esos crímenes no se hubiesen cometido".
Sobre la mesa hay 829 muertos según los datos del Ministerio del Interior. De ellos, 486 miembros de las Fuerzas Armadas o de los cuerpos de seguridad -fundamentalmente, y por este orden, guardias civiles, policías nacionales y militares- y 343 civiles. La suma total asciende a 851 si se añaden los asesinatos de los Comandos Autónomos Anticapitalistas y otros casos que el Gobierno considera del entorno de la banda, aunque no sean estrictamente víctimas de ETA. Por ejemplo, Ambrosio Fernández Recio, de 79 años, que dormía en su casa cuando unos jóvenes lanzaron unas bombas incendiarias contra un banco en Mondragón (Gipuzkoa) el 6 de enero de 2007. El anciano fue desalojado junto a otros vecinos, inhaló grandes cantidades de humo y salió al frío de la calle. Días después fue ingresado en la UCI de un hospital, donde falleció el 3 de marzo. El Gobierno ha indemnizado a los familiares como víctimas del terrorismo después de que un médico certificara que lo que sucedió esa noche provocó un empeoramiento tal de la salud del anciano que acabó conduciéndolo a la muerte.
Por otro lado están los supervivientes. Víctimas directas de atentados. Entre ellos, muchos policías y guardias civiles destinados al País Vasco que vieron morir a compañeros; y que ellos mismos salvaron la vida de milagro. "ETA nos mataba como a perros en los años ochenta", afirma el policía nacional retirado Ángel Chaparro, melillense, destinado en Bizkaia desde 1974 hasta 1987. "Los políticos, hasta que no empezaron a matarlos a ellos, no hacían mucho caso a las víctimas. No éramos nada, y nuestros muertos no valían gran cosa". Él está vivo porque vio una bolsa rara debajo de su coche. Si la hubiera movido, hubiera estallado por los aires. Pero miró debajo y vio la bomba. Acaban de reconocerlo como víctima del terrorismo. "Como no me pasó nada, no se le da importancia. Mi mujer y mi hija vieron la explosión controlada del coche y entraron en pánico. Para mí, la vida no ha vuelto a ser igual. Se te quedan dentro muchas cosas, muchas". Al guardia civil Antonio Álvarez Zafra, de Jaén, le dispararon tres veces en el cuartel de Salvatierra (Álava). Se le rompió el fémur, acabó con una baja por invalidez y secuelas psicológicas de por vida. Ellos también contemplan expectantes lo que ocurra a partir de ahora.
Si ya no hubiera un solo muerto más, la pregunta es: ¿y ahora qué? ¿Cómo gestionar el final de ETA teniendo en cuenta tanto dolor acumulado por los familiares de más de 800 víctimas mortales y miles de heridos, amenazados, extorsionados, exiliados? Se habla siempre de "las víctimas", pero no hay una víctima global. Ni dos. Ni diez. El reguero de muertos, heridos y amenazados que ha dejado la banda a lo largo de décadas de terror es tan amplio como formas ha tenido cada una de sus víctimas para superar el dolor y volver a la vida después del trauma. "No hay un solo pensamiento de las víctimas", opina Josu Elespe. "Somos tan plurales como la propia sociedad. Lamentablemente, ETA ha matado tanto que somos demasiados como para pensar y sentir igual".
No es lo mismo haber perdido a un familiar en los años ochenta, cuando las viudas de atentados, que apenas, y si acaso, merecían un breve espacio en los periódicos, enterraban a sus muertos de forma casi clandestina, salían a escondidas de Euskadi y no tenían derecho ni a pedir un psicólogo; que en 2008, cuando ya existía un consenso absoluto sobre la brutalidad de la banda y cada funeral era un asunto de Estado con amplia representación institucional. No es lo mismo perder a un padre mayor, por doloroso e injusto que sea, que a un hijo que está empezando a vivir, como les ocurrió a Juana y Juan, los padres de Juan García Jiménez, que siguen anclados en un día de hace 26 años, sin posibilidad ya de recuperación, y que apenas han vuelto a salir de casa. Ni es lo mismo vivir en Málaga que en un pueblo de Gipuzkoa en el que se convive a diario con pintadas y carteles de apoyo a ETA.
Hay víctimas que han tenido mucha atención mediática y apoyo social y otras que han estado totalmente solas. Algunas se han asociado; otras no. Unas han superado el duelo; otras no lo van a hacer nunca. Y las víctimas más recientes aún están en ello, con la dificultad que supone pensar que esa muerte es un "coletazo" de la banda entre la ruptura de la tregua de 2006 y el último anuncio de cese definitivo de la violencia, el pasado 20 de octubre. "A mi sobrino de 10 años le preguntaron hace poco en la escuela si sabía lo que era una tregua", dice entre lágrimas la segoviana Lourdes Rodao, viuda de Luis Conde. "Dijo que para él significaba que si la hubiera habido tres años antes, su tío estaría vivo. Me quedo con esas palabras. Sin esos últimos coletazos yo seguiría al lado de mi marido, mi amigo, mi confidente, mi vida entera".
Para las viudas recientes como Lourdes es complicado asumir el cese de la violencia, que reciben con una mezcla de escepticismo, alegría y una pena profunda de que no se produjera un poco antes. "El anuncio de la banda me ha removido mucho", relata Lourdes. "Por un lado, me alegré; por otro, me ha dado un bajón muy considerable cuando estaba aún recuperándome".
La intensidad del dolor provoca distintos acercamientos al final de la violencia. Los padres y madres que han perdido a un hijo, por ejemplo, con el dolor aún a flor de piel, es muy difícil que crean en nada de lo que diga ETA. En general, el perdón, uno de los temas recurrentes estos días, es algo que la mayoría no está dispuesta a conceder ante crímenes tan brutales. Aunque hay algunos que sí. La mayoría agradecería, en todo caso, que la banda terrorista reconociera que ha causado un dolor infinito y que se equivocaron matando para defender unos postulados políticos que solo debieron hacer valer con la palabra. Supondría un cambio notable y tranquilizador con respecto a las actitudes arrogantes que han sufrido hasta ahora por parte de aquellos que les habían quitado la vida a sus seres queridos. Aunque también hay quien piensa que cualquier paso en este sentido sería estratégico y no real.
"¿Cómo voy a perdonar que no hayan dejado vivir a mi pequeño?", se pregunta Hortensia Gómez. "No puedo hacerlo. Nos destrozaron la vida a mi marido, a mí y a mis hijos. Nunca nos hemos recuperado. Pero que pidan perdón sería un gesto. Voy a cumplir 70 años, he sufrido mucho, y creo que me merezco que alguien me pida perdón". Son frases similares a las del matrimonio García Jiménez, una familia humilde que nunca ha visitado el País Vasco, con un hijo ebanista que, para la banda terrorista, mereció ser asesinado a tiros porque conducía el coche de un militar.
"Yo decidí perdonar desde el principio, quizá por una actitud religiosa, y por mí mismo", relata Pedro Mari Baglietto, hermano de Ramón Baglietto, concejal de UCD en Azkoitia, asesinado por ETA en 1980. El camino de Iñaki García Arrizabalaga, que perdió a su padre ese mismo año, con apenas 19 años, a manos de los Comandos Autónomos Anticapitalistas, fue distinto. "Al principio sentí mucho, muchísimo odio", explica. "Poco a poco me fui dando cuenta de que tenía que quitármelo de encima para poder seguir viviendo. No estaba dispuesto a que después de haberle quitado la vida a mi padre, me la arrebataran a mí también".
Iñaki es la única persona que ha hablado en público, hasta el momento, de los encuentros cara a cara entre disidentes de ETA presos en Nanclares de Oca -ahora trasladados a la nueva cárcel de Zaballa, también en Álava- y víctimas de la organización. Algunos, los menos, se han reunido con un miembro del comando que asesinó a su familiar. Otros, como en el caso de Iñaki, en el que nunca aparecieron los culpables, han visto a un preso de la banda no directamente relacionado con su atentado.
Es una iniciativa minoritaria por dos razones: ni la mayoría de los presos están dispuestos a enfrentarse al dolor que han causado -en Zaballa hay apenas una veintena de reclusos de los 552 que cumplen pena en cárceles españolas, y no todos quieren participar en los encuentros-, ni la mayoría de las víctimas querrían hacerlo, por distintos motivos. Iñaki defiende su opción. "Para mí ha sido una experiencia humana de gran valor; la persona a la que vi no recibió ningún beneficio penitenciario por hacerlo, creo que fue sincero, y yo lo he vivido como mi pequeña contribución a cerrar las heridas de esta sociedad. Por supuesto, respeto absolutamente a quien no desee hacerlo".
El colectivo oficial de presos de ETA, en su último documento interno, da instrucciones muy claras: ni arrepentimiento, ni perdón. Mientras tanto, la izquierda abertzale da vueltas a cómo reconocer el dolor causado, consciente de que debe hacer alguna referencia a las víctimas como parte necesaria en su hoja de ruta del fin de la violencia. En todo caso, es un proceso que irá despacio, con pasos muy lentos que difícilmente contentarán a las víctimas. Como el que se dio ayer por parte del Acuerdo de Gernika, en un marco más amplio que la izquierda abertzale, y que solo expresaba su "pesar" por las víctimas provocadas tanto por "la violencia de ETA" como por "las estrategias represivas y de guerra sucia de los Estados español y francés".
"El tema del perdón es muy complejo", señala Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. "Por la subjetividad emocional que comporta, tiene que ser real. Si es fingido puede ser desastroso. No se puede hacer por decreto. Si los terroristas reconocieran que hicieron mal, sería bueno para cerrar heridas. Pero hay otras cosas. Por ejemplo, evitar que haya homenajes a terroristas. Son afrentas innecesarias que contribuyen a dificultar el proceso de recuperación".
Más allá del perdón, el reconocimiento del daño o la autocrítica del pasado criminal, el final de la violencia va a exigir al nuevo Gobierno que tome decisiones concretas: si va a acercar a los presos a Euskadi, hasta qué punto va a flexibilizar la política penitenciaria y cuáles van a ser los requisitos ineludibles para conceder beneficios penitenciarios a estos reclusos.
La ley es flexible, y, por tanto, caben distintas aplicaciones. En los acercamientos de presos, por ejemplo, el Gobierno tiene las manos absolutamente libres para actuar como crea más conveniente. Algunas víctimas no quieren ni oír hablar de traslados, al menos hasta que ETA entregue las armas. Como la familia de Juan García Jiménez. "Hablan del sufrimiento de los familiares de los presos, pero nosotros vamos al cementerio y vemos solo un trozo de piedra", lamenta Yolanda, la única hermana de Juan. "Vayamos a la distancia que vayamos, no lo veremos nunca". A Josu Elespe, sin embargo, no le importa que, con la ley en la mano, se haga más flexible la política penitenciaria. "Pero los culpables de delitos deben ser juzgados y, si hay pruebas, encarcelados. Eso me parece imprescindible". Por el asesinato de su padre hay dos miembros de ETA detenidos en Francia y uno en España. "Quiero ir al juicio. Por un sentimiento de justicia con mayúsculas y también para cerrar una etapa, por una cuestión personal. Confío en que, pase lo que pase a partir de ahora, el juicio pueda celebrarse con la ley en la mano y sin tener en cuenta el contexto".
Sobre la exigencia de que no haya impunidad, el consenso es total entre todas las víctimas. Una de las cosas que más les preocupan es que se relajen las detenciones y que personas que han matado queden impunes. Es de la exigencia de un colectivo que está orgulloso de poder decir, y así ha sido, que nunca una víctima se tomó la justicia por su mano. No ha habido venganzas personales durante las largas décadas de terror a pesar de que Euskadi es un territorio muy pequeño en el que todos se conocen. Nadie ha perdido la cabeza y ha agredido a un vecino del que en algunos casos se sospechaba que estaba involucrado en un atentado. Y todos, sin fisuras, rechazan los GAL y cualquier actuación ilegal del Estado en la lucha antiterrorista. A cambio exigen justicia.
Porque el instinto de venganza, naturalmente, puede aparecer, aunque solo sea como fantasía. "Yo pasé una racha muy mala, en la que claro que se te pasa por la cabeza la idea de vengarte", relata Cristina Sagarzazu, cuyo marido, Montxo Doral, ertzaina, fue asesinado por ETA en 1996. "Se me iba la cabeza sola, porque además me habían dado tres nombres de gente supuestamente implicada en el asesinato de Montxo. Pero al final llegas a la conclusión de que es una tontería. Nada te va a devolver a tu marido". Todas las víctimas han dejado en manos del Estado el castigo a los culpables.
El juicio ha supuesto un alivio -doloroso, pero alivio- para aquellos que han visto ante los tribunales a los asesinos. "Los que mataron a mi marido están en la cárcel", relata Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jáuregui. "Eso te sirve para pensar que al menos se ha hecho justicia".
Otros saben que eso nunca ocurrirá; que es muy difícil que aparezcan los culpables si aún no lo han hecho. Es un capítulo pendiente. Cristina Sagarzazu e Iñaki García Arrizabalaga forman parte del grupo que ha perdido la esperanza -220 crímenes de la banda siguen por el momento impunes, según datos de la Audiencia Nacional-. "Hay víctimas que pueden poner rostro al causante de su dolor", explica Iñaki. "Yo eso no lo voy a tener, y es algo que dificulta el pasar página".
"A diferencia de otras muertes, en el caso del terrorismo existe la figura del perpetrador", explica el psiquiatra Raúl Nehama, que ha tratado a decenas de víctimas del terrorismo. "Hay alguien que, intencionadamente, ha causado el daño. Por eso, es necesario un mínimo restablecimiento de la justicia, de que ese perpetrador sea detenido y juzgado. Si eso no ocurre, no se puede abordar el proceso de duelo correctamente. Se produce una gran decepción, una segunda herida sobre la primera que adquiere un gran protagonismo y lo invade todo. Es muy importante que se cuide este aspecto".
Por otro lado está la memoria, el relato de lo sucedido. Es algo que preocupa sobre todo a las víctimas que viven en Euskadi. El resto tiene claro que la historia se escribirá diciendo que una banda terrorista mató, amenazó y extorsionó durante décadas a personas inocentes. En el País Vasco no es seguro que eso vaya a ser así. La teoría alternativa es que hubo una guerra y que todos han sufrido. Por eso las víctimas allí se empeñan en que sus relatos estén presentes para impedir que se imponga una visión tergiversada de lo ocurrido.
En estos momentos, cada término, cada matiz cobran importancia. La sensibilidad está a flor de piel. Dentro de la quincena de personas entrevistadas para este reportaje hay distintas opciones ideológicas, sensibilidades y estados anímicos. Pero el núcleo es común: quieren que se reconozca a los que han luchado por la libertad de Euskadi y que no se actúe contra principios básicos de justicia.
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