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Columna
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Esto... ¿y su yerno?

Menos mal que no la invitan a una -ni a ustedes- a eventos como el almuerzo que el Monarca acaba de ofrecer al Gobierno saliente, en plan adiós muchachos, fue hermoso mientras duró, y siempre nos quedará París. Aquello debió de durar un par de horas largas, con todo eso de las reglas, y lo de ahora se levanta el Rey, ahora me levanto yo, ahora viene el que escancia, ahora me estoy meando y no puedo ir al baño, porque el Soberano no deja aún la mesa.

Y en todo ese tiempo nadie, ni los miembros de la familia real presentes, ni los políticos, mencionaron una sola vez la palabra nefasta: Urdangarin. Ni una sola pinche, puñetera vez.

Es una suerte que a nosotros no nos inviten. Porque lo único que te viene a la mente cuando ves en la tele o en una foto de prensa la venerada faz real, es eso: Urdangarin. Urdangarin, Urdangarin, Urdangarin. ¿Qué hay de lo suyo? ¿Qué hay de lo suyo que alguna vez fue, o debió ser, nuestro? Al tener delante al propio Borbón en carne y hueso y sangre azul, cualquiera de nosotros habría roto el cortés discurrir de la reunión, el protocolo y un par de copas -que habrían estallado como si cantara una soprano spinta-, soltando el agudo y temido urdangarinazo.

Pero el espíritu de la Navidad prevaleció y protegió a los comensales bajo sus alas, y de ello me congratulo. Sin embargo, don Juan Carlos debe saberlo: cuando aparezca este año por televisión para alentar a sus conciudadanos -que no súbditos: aquí no subyuga ni dios, aunque mangue todo cristo-, lo que tendrá delante consistirá en -aparte de la banda de adoradores habituales- una audiencia desalentada, una audiencia desmoralizada. Ciudadanos que necesitan algo más que una tardía promesa de transparencia y austeridad.

El que avisa no es traidor.

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