La polémica sobre el Valle de los Caídos
Parece acertada la crítica de Santos Juliá (EL PAÍS, 11 de diciembre) a la terminología adoptada por la Comisión sobre Cuelgamuros cuando, al parecer, se recomienda "resignificar" el monumento hacia un mensaje más humano y conciliador que el que guió su construcción. Verdaderamente, neologismos rebuscados a base de prefijo, tal el usado por los redactores del informe, lo que casi siempre eluden es dar nombre a la cosa, en este asunto la ignominia a reparar, cuando y como se pueda, por uno u otro Gobierno de turno.
Pero en su artículo, y aún a pesar de su justa invectiva contra el -hasta en lo estético- horror serrano y el ánimo fratricida de quién lo mandó erigir, Santos Juliá parece querer sustituir la cacofónica "resignificación" por algo mucho peor, la "resignación": no otra cosa es encomendar al tiempo y las goteras una futura desaparición natural del conjunto.
Lo que no se puede tolerar más es que en una democracia como la española se perpetúe el homenaje monumental a un genocida (más de 114.000 ejecuciones premeditadas y ordenadas desde arriba, la mayor parte tras la victoria, encarcelamientos y depuraciones masivos impuestos retroactivamente a los republicanos, secuestros de niños, etcétera), quien además secuestró a la fuerza la voluntad de los españoles durante más de tres decenios.
Por eso, la recomendación casi unánime de los expertos respecto a un traslado respetuoso y concertado de los restos de Franco adonde la familia tenga a bien, parece atender al mal menor: justificado, porque son allí los únicos restos no consecuencia de muerte violenta; decente, porque terminaría con la siniestra burla -inédita en el mundo, insultante para tantos familiares vivos- de que los cadáveres, transportados a la fuerza, de decenas de miles de víctimas, estén presididos por el del verdugo.
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