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Columna
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Las lágrimas de la ministra

Media Europa ha quedado profundamente conmovida por las lágrimas de Elsa Fornero, ministra italiana de Trabajo y Protección Social, pero la otra media se pregunta por qué. Hace unos días, en rueda de prensa, la ministra de Mario Monti explicaba los recortes en el presupuesto público que iba a aplicar el nuevo Gobierno cuando sus ojos se humedecieron, ahogó un gemido y tuvo que taparse la boca para disimular un llanto irreprimible.

La emoción pudo con ella y ese gesto espontáneo ha humanizado, se dice, al Gobierno de tecnócratas oscuros e implacables que afronta la desagradable tarea de cortar por lo sano y adelgazar el inmenso Estado italiano. Una ola de comprensión, simpatía y solidaridad ha acompañado a la ministra en estos días. No obstante, entre tantos gestos de cariño, y aún de admiración, habría que preguntarse qué sentido tiene que un político rompa a llorar de esa manera, cuando está comunicando a la opinión pública las medidas que acaba de tomar. Sorprende la simpatía que ha recibido semejante sollozo cuando debía haber despertado una masiva indignación. Y es que las preguntas se multiplican, aunque todas podrían resumirse en una sola: si tan duro le resultaba tomar tales medidas, ¿por qué no dimitió?

Y hay más razones para la perplejidad: todos dan por hecho que las lágrimas de la ministra estaban motivadas por los recortes en el presupuesto estatal, y no por los recortes en los ingresos de la ciudadanía. ¿Por qué es así? Es cierto que el Gobierno italiano iba a ajustarse el cinturón, pero no es menos cierto que lo hacía al mismo tiempo que anunciaba un sanguinario paquete de medidas dirigidas a subir los impuestos. Pero esa es otra de las paradojas de la política en estos tiempos de crisis: todo recorte en las cuentas estatales se recibe con dramático pavor, mientras que todo recorte en las cuentas personales es motivo de zambra y alharaca. Definitivamente, algo falla en nuestra educación política cuando se habla tanto y tanto de compasión, pero nadie muestra un gramo de compasión por los contribuyentes.

En este punto habría que cerrar la reflexión sobre el llanto de la ministra Fornero, que tanta simpatía ha inspirado a media Europa, porque no quiero pensar ni siquiera por un segundo, ni por una milésima de segundo, ni por el más ínfimo, fugaz y fugitivo nanosegundo, que sus lágrimas hayan sido primero perdonadas, más tarde aceptadas, y por último vitoreadas y aplaudidas, debido a que la emisora de las mismas ha sido una mujer. Por fortuna, podemos y debemos descartar radicalmente esa posibilidad. Es más, si un señor gordo y con barba, dedicado a la política, se echara a llorar a moco tendido en una rueda de prensa, la exquisita sensibilidad de la opinión pública en modo alguno le habría calificado de inepto, débil, blando o incapaz. Nadie ose albergar la menor duda a este respecto.

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