Estrellas en el lienzo de plata
En estos últimos años, gracias a los festivales especializados y a la programación de las filmotecas, con la proyección de destacados filmes mudos oportunamente restaurados, los espectadores han tenido la oportunidad de conocer mejor una producción cinematográfica que solo por comodidad historiográfica y utilidad clasificatoria viene definida como cine mudo. Exhibiciones generalmente acompañadas de música en directo -como hace de forma habitual y poco reconocida el madrileño cine Doré, sede de Filmoteca Española- han servido para familiarizar al espectador con esa vocación de sonoro que solo la técnica limitaba. De esta forma, un público cada vez más preparado se ha visto seducido por la riqueza, la variedad y la modernidad de estas producciones, lo que ha permitido la difusión de este espectáculo fascinante y envolvente que nos acerca a un pasado revestido de contemporaneidad.
Durante sus primeros treinta años, el cine contó con la imagen como único medio de expresión; bajo esta fundacional premisa, el lenguaje visual experimentó un desarrollo extraordinario para lograr establecer una plena comunicación con el espectador, contarle historias y hacerle sentir emociones. A pesar de que a partir de 1927 comienza a incorporarse el sonido, la imagen conservó una importancia primordial en la creación fílmica, y fue capaz de articular un lenguaje artístico nuevo, autónomo, coherente, popular y altamente rentable.
En su primera edad dorada en los años veinte, el cine terminó por asentarse como espectáculo hegemónico de la nueva cultura de masas. Es evidente el interés que suscitó en el mundo capitalista, que no desaprovechó la ocasión para encumbrar un nuevo negocio y una floreciente industria que, además, supuso un nuevo arte dotado de una madurez expresiva, genérica y lingüística, de la que todavía somos deudores.
Sin embargo, el paso del mudo al sonoro supuso, junto a una revolución tecnológica, un acontecimiento que convulsionó la industria del cine y trastocó la posición privilegiada de muchos de sus protagonistas, obligados a adecuarse a la nueva realidad o desaparecer para siempre. Así le sucedió a esas estrellas incapaces de evitar la chirriante voz de pito que tanto desconcertó al primer público del cine sonoro y ocasionó su ruina; aunque, sin duda, mucho más dramático resulta el olvido que padecieron aquellas viejas glorias solo vivas en la mente de sus antiguos amantes reconvertidos en sumisos siervos de su decadencia, como le ocurrió a Norma Desmond / Gloria Swanson en la mítica El crepúsculo de los dioses / Sunset Boulevard.
La vida de las estrellas del mudo estaba regida por unas normas básicas que nunca debían ser transgredidas: el actor tenía que comportarse en su vida de acuerdo con su imagen en la pantalla, la existencia extracinematográfica de la estrella no podía entrar en conflicto, al menos en el plano moral, con su imagen de ficción. Las dos esferas tenían que potenciarse recíprocamente. A cambio, el actor se convertía en el amo del nuevo paraíso, donde todos los componentes del filme, desde el guión hasta la fotografía, desde la elección de planos hasta el decorado, eran puestos a su servicio. A ello contribuía de forma entusiasta el público: no parecen existir modos de disfrute del cine que prescindan del actor, la presencia de la estrella es la conditio sine qua non para el espectáculo. Finalmente, el actor-divo se convertía en el punto focal de toda la industria cinematográfica: además de recibir cifras exorbitantes, ejercía un control artístico sobre su propio trabajo sin parangón en toda la historia del cine.
Aun así, las estrellas necesitaban un director que las encumbrara a la cima del éxito y la popularidad. Tras Griffith, aclamado padre del lenguaje cinematográfico, llegarían otros muchos que redimensionaron el papel jugado por el director en el seno de la industria: con Cecil B. DeMille, el director es un creador de talentos, capaz, gracias a sus películas, de transformar de la noche a la mañana a una anónima figurante en una diva de primera magnitud (lo hizo con Gloria Swanson). Como él, otros muchos cineastas (Erich von Stroheim, King Vidor, Raoul Walsh, Frank Borzage o Charles Chaplin) influyeron decisivamente en la consolidación industrial del cine y la depuración de un lenguaje cada vez más seductor. Ejemplo, Una mujer de París, dirigida por Chaplin en 1923, muestra de forma admirable las inmensas posibilidades del cine mudo. Su economía expresiva, con su magistral uso del fuera de campo, y su radical ironía habrían de influir en los directores más atentos y exigentes. Un afán perfeccionista que caracterizó también la obra de muchos de los emigrados europeos que aterrizaron en Hollywood, como el alemán F. W. Murnau, el poeta de la cámara considerado el más grande cineasta debido al gran impacto de Nosferatu (1922), El último (1924) o Fausto (1926), películas de una potencia plástica y concreción narrativas extraordinarias.
Joaquín Canovas Belchí es catedrático de Historia del Cine en la Universidad de Murcia.
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